Vivimos inmersos en una era de innovación sanitaria sin precedentes. La inteligencia artificial puede predecir diagnósticos, los robots asisten cirugías con una precisión milimétrica, y los datos masivos prometen una medicina personalizada. Nunca habíamos dispuesto de tantas herramientas técnicas, ni de tantas promesas de transformación. Sin embargo, en paralelo a esta exuberancia tecnológica, se extiende una pesada y hasta irritante sensación entre clínicos y pacientes. ¿Por qué, si tenemos más recursos tecnológicos que nunca, el valor real percibido por el sistema (y por quienes lo utilizan) parece estancarse o incluso reducirse?

Esta aparente contradicción no es nueva. Se conoce como la “paradoja tecnológica”; un fenómeno descrito inicialmente en Economía por Robert Solow en los años 80 (“se ve la era de los ordenadores por todas partes menos en las estadísticas de productividad”) y trasladado después al ámbito sanitario. A medida que crece la inversión en tecnologías de salud, los resultados en términos de equidad, sostenibilidad, experiencia del paciente o eficiencia del sistema no siguen el mismo ritmo. ¿Qué está ocurriendo? ¿Estaremos confundiendo innovación con valor?

La tecnología como fin, no como medio


Una de las claves de esta paradoja radica en la forma en que se introduce la innovación en los entornos clínicos. A menudo, se adquieren tecnologías de última generación sin un análisis realista de necesidades, sin integración en los procesos asistenciales existentes, ni una evaluación rigurosa del coste-oportunidad. Las decisiones de adopción se apoyan en argumentos de vanguardia, presión del mercado o competencia reputacional entre centros, más que en evaluaciones sistemáticas de impacto clínico y organizativo.

El resultado es una hipertrofia del arsenal tecnológico, donde lo novedoso desplaza a lo necesario, y donde el deslumbramiento técnico prevalece sobre el valor clínico real. Lo vemos, por ejemplo, en hospitales que incorporan dispositivos de monitorización remota sin haber redefinido los roles asistenciales ni resuelto los circuitos de atención domiciliaria; o en la compra de equipamiento quirúrgico de alta gama sin haber revisado previamente los indicadores de calidad y seguridad quirúrgica, o sin haber invertido en formación avanzada del personal que va a utilizarlo.

La tecnología, en estos casos, no añade valor sino complejidad. Genera tareas nuevas, necesidades formativas, flujos de datos que no siempre se analizan, y una creciente distancia entre lo que está disponible y lo que está efectivamente integrado en la práctica clínica. Sin rediseño organizativo, la tecnología suma complejidad pero no necesariamente valor.

El espejismo de la eficiencia tecnológica


Existe también una creencia extendida, aunque errónea, de que toda tecnología nueva es, por definición, más eficiente. Pero la eficiencia no es una propiedad intrínseca del objeto tecnológico. Depende de su uso, de su contexto, de su adecuación a las necesidades reales y de la reorganización que exige. Una historia clínica electrónica no es necesariamente más eficiente si duplica tareas, añade campos irrelevantes o impide una visión sintética del paciente. Un sistema de alertas automatizadas puede saturar la atención profesional y generar fatiga de decisión, si no está calibrado de manera adecuada.

Paradójicamente, muchas innovaciones terminan incrementando la carga de trabajo. Más registros, más verificaciones, más exigencias de cumplimiento normativo, más complejidad. La tecnología, lejos de liberar tiempo, puede ocuparlo, y ese tiempo se resta de lo verdaderamente insustituible: la relación clínica.

Este fenómeno no es anecdótico. Está documentado en la literatura sobre burnout profesional. Diversos estudios señalan que la carga administrativa vinculada a herramientas digitales se ha convertido en uno de los principales factores de insatisfacción entre profesionales. Lo que nace como una promesa de eficiencia puede terminar erosionando el vínculo terapéutico y deshumanizando la práctica asistencial.

Tecnología sin gobernanza, innovación sin dirección


La paradoja tecnológica se acentúa cuando los sistemas sanitarios carecen de una gobernanza clara sobre qué tecnología adoptar, cómo evaluarla y cómo desinvertir en lo obsoleto o redundante. Las estrategias de evaluación de tecnologías sanitarias se aplican a posteriori, con escasa capacidad de condicionar decisiones presupuestarias o modificar rumbos ya emprendidos. En muchos casos, la presión institucional o política lleva a adquirir tecnología sin haberse evaluado alternativas, sin participación clínica ni diálogo interterritorial.

A esto se suma una ausencia absolluta de estrategias de desinversión. Resulta más fácil incorporar lo nuevo que retirar lo ineficaz. Y, sin embargo, no hay innovación real sin capacidad de soltar lo que ya no aporta valor. Seguimos destinando recursos a dispositivos infrautilizados o a software que no está integrado con el resto del sistema.
Este desorden se refleja también en el gasto. Las tecnologías consumen una parte creciente de los presupuestos sanitarios, a menudo en detrimento de recursos humanos, cuidados de larga duración, salud comunitaria o salud mental. Invertimos en precisión, pero descuidamos la continuidad. Invertimos en sofisticación técnica, pero olvidamos que los determinantes sociales de la salud explican más resultados que muchos avances biomédicos.

Y, sin embargo (aunque podríais estar pensando lo contrario) la tecnología no es el problema. Es su implementación irreflexiva. Lo más paradójico es que muchas innovaciones que podrían tener un enorme impacto, como las tecnologías de bajo coste para el seguimiento de pacientes crónicos, las plataformas de coordinación sociosanitaria o las apps que facilitan la adherencia terapéutica, reciben escasa atención o financiación. No son espectaculares, pero pueden cambiar vidas. Porque la innovación valiosa no siempre es la más visible, sino la más transformadora en el día a día.

¿Cómo salir de la paradoja?


El camino para revertir esta tendencia no pasa por frenar la innovación, sino por gobernarla adecuadamente. Necesitamos tres transiciones culturales y organizativas:

De la fascinación tecnológica (tan bien descrita por el Profesor Repullo) a la deliberación ética.

No toda tecnología posible es deseable. Debemos recuperar la pregunta sobre la finalidad: ¿para qué, para quién y a qué coste? La tecnología debe estar al servicio del cuidado, no al revés. Invertir en tecnología sin escuchar a quienes cuidan y a quienes son cuidados es invertir mal.

De la adopción reactiva a la planificación estratégica.

Invertir en tecnología debe formar parte de una política de salud basada en evidencia, prioridades poblacionales y resultados medibles. Eso implica generar marcos estables de evaluación y vigilancia postimplementación. Supone también alinear la tecnología con modelos de atención. No tiene ningún sentido implantar telemedicina sin reorganizar los equipos ni redefinir los tiempos clínicos.

Del hospitalocentrismo tecnológico a la innovación comunitaria.

Muchas de las mejoras más transformadoras no ocurren en quirófanos robotizados, sino en entornos comunitarios, en cuidados domiciliarios, en herramientas para el autocuidado o en plataformas que conectan pacientes con profesionales de manera más efectiva. El futuro del valor sanitario está fuera del hospital, y las tecnologías deben acompañar esa transición.

Que nadie me malinterprete: la tecnología no es el enemigo. Lo es su uso irreflexivo, su despliegue sin contexto o su abuso sin objetivos. El verdadero valor no reside en el avance técnico, sino en cómo ese avance mejora la vida de las personas y aligera el trabajo de los profesionales. Hasta que no aprendamos a discernir lo útil de lo deslumbrante, seguiremos atrapados en la paradoja. Y la tecnología, lejos de ser aliada, será otra fuente más de disfunción y frustración.