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La Organización Mundial de la Salud (OMS) ha puesto sobre la mesa un asunto que lleva mucho tiempo en la periferia de nuestras preocupaciones en política sanitaria: la salud masculina. En su informe “Men’s health policies: long overdue”, se afirma con rotundidad que la salud de los hombres ha sido “ampliamente ignorada por los programas nacionales, los financiadores y las agencias internacionales”, pese a la evidencia acumulada de que los varones presentamos peores indicadores en mortalidad y morbilidad.

Las cifras globales hablan por sí solas. En 2023, la esperanza de vida al nacer se estimaba en 76 años para las mujeres frente a 71 para los hombres a nivel global. Esta brecha de cinco años se repite de forma consistente en la mayoría de países y no se ha reducido en las últimas décadas. A ello se suma una mayor prevalencia de conductas de riesgo, una mayor mortalidad por causas externas como los accidentes o la violencia, tasas más altas de suicidio y la aparición temprana de enfermedades cardiovasculares y complicaciones de la diabetes, entre otras.

El informe subraya además la infradetección de los problemas de salud mental en varones, donde los estigmas asociados a la masculinidad dificultan la identificación precoz y el acceso a tratamientos. No se trata de un fenómeno aislado, sino de un patrón global que pone de relieve una inequidad persistente.

Masculinidades y ausencia de políticas específicas


¿Por qué, entonces, esta realidad ha recibido tan poca atención? La OMS identifica dos dimensiones clave.
La primera es estructural: la ausencia de políticas de salud masculina. Aunque algunos países han implementado estrategias específicas -Irlanda, Australia, Brasil o Sudáfrica, entre otros-, la mayoría de iniciativas son parciales, fragmentarias y con escasa ambición. Según el informe, carecen de objetivos medibles, plazos definidos, mecanismos de seguimiento y, sobre todo, de financiación estable. Sin estos elementos, las políticas quedan reducidas a declaraciones de intenciones sin impacto real en los indicadores de salud.

La segunda dimensión es cultural. La construcción de la “masculinidad tradicional” actúa como un determinante negativo de la salud. Los hombres tienden a retrasar la búsqueda de atención sanitaria, participan menos en programas de prevención y cribado, y tienen mayor resistencia a reconocer o expresar problemas emocionales. El resultado es un diagnóstico más tardío, un abordaje menos eficaz y, en demasiados casos, un desenlace más adverso.

La OMS advierte que los estereotipos de género son, en sí mismos, un factor de riesgo sanitario. Combatirlos exige un cambio de rumbo en las políticas de salud pública, en la educación y en la cultura social. No se trata de contraponer la salud de hombres y mujeres, sino de reconocer que la equidad requiere atender las necesidades específicas de ambos grupos, con intervenciones adaptadas y basadas en la evidencia.

Una agenda no demorable


El informe plantea una hoja de ruta bien definida. La salud masculina debe convertirse en una prioridad de salud pública y de la asistencia sanitaria y traducirse en políticas y acciones ambiciosas con metas evaluables. Esto implicaría:
  • Definir objetivos concretos, como reducir la brecha en esperanza de vida o incrementar la participación masculina en cribados oncológicos o seguimiento de las afecciones cardiovasculares.
  • Invertir en prevención, diseñando campañas específicas que respondan a las barreras culturales y comportamentales de los hombres.
  • Reforzar la salud mental, dada la magnitud del suicidio masculino como problema global.
  • Evaluación sistemática de resultados, con indicadores comparables entre países y rendición de cuentas pública.
España ofrece un buen espejo de esta situación. La esperanza de vida masculina es de 80,1 años frente a 85,7 en mujeres, lo que refleja una brecha un poco mayor que la media global. Tres de cada cuatro personas que fallecen por suicidio son hombres, lo que convierte a esta causa en la principal forma de mortalidad externa. El cáncer y las enfermedades cardiovasculares son responsables de la mayoría de muertes prematuras masculinas, mientras que la participación en programas de cribado es menor que en mujeres. Todos estos datos confirman en el ámbito nacional lo que la OMS refiere a escala global: existe una vulnerabilidad sistemática que permanece insuficientemente abordada.

La salud masculina no puede seguir siendo un ángulo ciego de las políticas sanitarias. Incorporar esta perspectiva no significa restar atención a otras prioridades, ni mucho menos, sino sumar equidad en un sistema que aspira a ser equitativo y justo.

La OMS utiliza una expresión contundente: las políticas de salud masculina son una tarea “largamente aplazada”. Pero lejos de ser una sentencia pesimista, esta afirmación debe leerse, a mi juicio, como una oportunidad de cambio. Los datos ya están sobre la mesa, las recomendaciones están escritas y la experiencia de otros países demuestra que es posible avanzar.

En un momento en el que la salud pública afronta desafíos globales de enorme envergadura, abordar la brecha en la salud de los hombres no es solo un deber pendiente. Es también una vía para ganar años de vida saludable, aliviar la carga de enfermedad y fortalecer la cohesión social. La deuda existe, pero también existe la posibilidad de saldarla. Y hacerlo significará, simplemente, cumplir con la finalidad esencial de la salud pública: no dejar a nadie atrás.