El verano es un tiempo propicio para detenerse, repensar lo hecho y recuperar algunos documentos relevantes que quizás hayan pasado algo desapercibidos en medio del ritmo acelerado del curso. Es el caso de la
estrategia para el ejercicio 2025–2026 que el Gobierno británico dirigió al
NHS England bajo el título
Road to Recovery. Además de una guía técnica, este texto representa un intento de reordenar prioridades, reorganizar capacidades y reconstruir la legitimidad institucional del sistema nacional de salud británico.
Quienes trabajamos desde hace décadas en gestión sanitaria sabemos que
los planes estratégicos no solo ordenan el presente sino que también proyectan futuro y generan confianza: la confianza de los profesionales, que necesitan un horizonte claro; la de los ciudadanos, que exigen resultados tangibles, y la de las propias instituciones, que deben ser capaces de reconocerse, corregirse y sostenerse a lo largo del tiempo.
Siempre he sentido una especial afinidad —cultural, profesional y también académica— por los marcos de planificación estratégicos británicos. Hay en ellos una forma de pensar el sistema público de salud que me resulta especialmente valiosa:
rigurosa, pragmática y centrada en lo esencial. En particular, las estrategias periódicas que orientan al NHS combinan algo que a menudo echamos de menos en otros contextos: realismo en el diagnóstico, v
isión política en las prioridades y una sólida cultura de evaluación. No se trata de modelos perfectos, pero sí de ejercicios de dirección institucional que entienden la planificación no como un trámite, sino como una herramienta para transformar, rendir cuentas y sostener la confianza pública.
Reconocer el problema como primer acto de liderazgo
El documento comienza con una afirmación política de alto calado:
“el NHS está roto”. Lo dice sin ambages el secretario de Estado para la Salud y la Atención Social,
Wes Streeting, en el prólogo oficial. En lugar de relativizar los problemas o diluir responsabilidades, asume un diagnóstico duro como base para construir una agenda de acción. A mi juicio, esa actitud, poco frecuente en nuestra cultura institucional,
otorga legitimidad a las medidas que se proponen a continuación.
Cinco son las prioridades estratégicas que se establecen: reducir las listas de espera, mejorar el acceso a la Atención Primaria, reforzar los servicios de Urgencias, transformar el modelo operativo y aumentar la eficiencia y la productividad del sistema. Cada una de ellas va acompañada de compromisos mensurables y exigencias explícitas
: una reducción del 1 por ciento en los costes administrativos, una mejora del 4 por ciento en productividad,
indicadores de tiempo asistencial y reorganización interna de recursos.
A diferencia de otros planes que tienden a dispersarse en múltiples líneas de actuación,
Road to Recovery propone un enfoque de concentración. Se eligen pocos objetivos, pero se diseñan mecanismos para garantizar su seguimiento. Se busca simplificar lo complejo, con un criterio operativo claro: alinear planificación, presupuesto y ejecución. Ese es precisamente uno de los grandes valores de esta estrategia británica: r
ecuperar la utilidad práctica de los documentos estratégicos como palanca para obtener resultados.
Tres transiciones clave: comunidad, prevención y digitalización
Junto a los objetivos operativos inmediatos, la estrategia establece tres grandes transiciones que deben guiar la transformación del NHS en los próximos años. La primera es
el desplazamiento del centro de gravedad asistencial desde el hospital hacia la comunidad; la segunda,
la digitalización intensiva y con criterio y la tercera, una apuesta por la prevención como eje vertebrador del modelo sanitario.
El fortalecimiento de la atención comunitaria no es solo una medida de d
escarga hospitalaria sino que implica recuperar capacidad de resolución en el primer nivel, reordenar circuitos asistenciales y fomentar
una medicina más próxima y anticipativa. La digitalización, por su parte, se plantea como una herramienta para liberar tiempo clínico, reducir burocracia y mejorar la accesibilidad.
En cuanto a la prevención, se proyecta más allá de un lema institucional. La estrategia apuesta por una inversión selectiva en intervenciones poblacionales de alto impacto,
el uso de datos para identificar riesgos y la incorporación de hábitos saludables como parte estructural de la atención. No se trata de actividades marginales, sino de una reorientación del sistema hacia la anticipación y la salud poblacional.
Desde mi perspectiva, la clave de estas transiciones está en su articulación. No se conciben como líneas independientes, sino como
vectores que deben integrarse en una transformación sistémica.
Gobernanza operativa: autonomía con responsabilidad
Una tercera aportación importante de este documento es su propuesta de cambio en la gobernanza del sistema. El documento no apuesta por una recentralización ni por una delegación sin control. Propone algo más equilibrado:
otorgar mayor autonomía a los trusts y sistemas locales —los
Integrated Care Boards—, a cambio de una exigencia reforzada en términos de evaluación, transparencia y resultados.
Esta lógica de corresponsabilidad busca combinar la flexibilidad operativa con marcos comunes de seguimiento. Cada unidad podrá adaptarse a su realidad, pero deberá responder ante unos estándares compartidos. Esa filosofía no solo debe mejorar la eficiencia; debe favorecer también
el aprendizaje institucional, la comparación entre territorios y la rendición de cuentas. Frente a modelos de gobernanza fragmentada o puramente jerárquica, esta forma de dirigir un sistema sanitario parece mostrar un equilibrio interesante entre dirección y confianza.
Desde la perspectiva española, donde
la descentralización sanitaria convive con escasas herramientas compartidas de evaluación y seguimiento, esta propuesta resulta especialmente atractiva. No por imitable en su forma, sino por su fondo: la necesidad de articular sistemas más coherentes, donde los marcos autonómicos puedan adaptarse, pero también compararse. Donde la autonomía se acompañe de responsabilidad institucional y donde
la planificación estratégica vuelva a ocupar el lugar que le corresponde en la orientación del sistema.
Será el tiempo quien determine si esta estrategia consigue cumplir los objetivos que se ha fijado.
El NHS arrastra tensiones acumuladas durante años, y no existen soluciones inmediatas para problemas tan arraigados como las listas de espera, la rigidez organizativa o la fragilidad de la atención primaria. Pero lo que sí puede reconocerse ya es el intento de reordenar el sistema desde una lógica operativa, con un marco de prioridades claro, con decisiones alineadas y con
una voluntad explícita de evaluación.
En el contexto español, este documento ofrece una enseñanza que podría resultar muy útil: la planificación no es un trámite, sino una herramienta para orientar decisiones, alinear recursos y rendir cuentas. No se trata de importar modelos, sino de
recuperar el valor de pensar a medio plazo, de fijar compromisos realistas y de establecer sistemas de seguimiento que conecten la alta dirección institucional con la realidad clínica y ciudadana.
Planificar bien no es diseñar documentos más largos o más disruptivos. Es elegir qué se quiere cambiar, por qué, en cuánto tiempo y con qué consecuencias. Y hacerlo desde
la responsabilidad política, el conocimiento técnico y el compromiso con lo público. En un tiempo en que la confianza en las instituciones sanitarias es tan valiosa como frágil, ese esfuerzo —aunque imperfecto— ya merece toda nuestra atención.