A veces, basta con observar cuatro productos para entender por qué millones de personas enferman y mueren cada año. Cuatro productos: tabaco, alcohol, alimentos ultraprocesados y combustibles fósiles. No son los únicos factores que deterioran la salud global, pero sí están detrás de una proporción enorme de enfermedades y muertes evitables en el mundo.

Detrás de ellos no solo hay moléculas: hay lógicas de mercado, estrategias de influencia y estructuras de poder que perpetúan el daño con una eficacia meticulosamente planificada. La salud pública contemporánea ya no puede eludir esta realidad. No basta con explicar los determinantes sociales; debemos hablar, con claridad, de lo que la profesora Anna Gilmore, investigadora de la Universidad de Bath y figura clave en el análisis de cómo las grandes corporaciones afectan negativamente a la salud global, ha llamado determinantes comerciales de la salud.

Una enfermedad rentable: estrategias, poder y narrativa


Los productos que más dañan la salud no llegan al mercado por accidente. Tampoco son consumidos masivamente por elección libre e informada. Lo que hay detrás es un sistema diseñado para promoverlos, normalizarlos y protegerlos. Las grandes corporaciones invierten en publicidad dirigida, manipulan evidencias científicas, financian grupos de fachada, presionan a legisladores, moldean el discurso público. No innovan en salud, pero sí en técnicas de invisibilización del riesgo y desplazamiento de la culpa.

El tabaco logró durante décadas sembrar dudas sobre su relación con el cáncer. Hoy, la industria alimentaria y del alcohol replican esas tácticas, financiando estudios sesgados, instalando términos como “consumo responsable” o “elección informada” y contribuyendo al mito de que basta con moderar para no enfermar. Mientras tanto, las tasas de enfermedad metabólica, cáncer, enfermedades respiratorias y cardiovasculares siguen creciendo.

Como bien señala Gilmore en sus investigaciones, la industria no solo vende productos: vende narrativas, cultura y estructuras regulatorias que la mantienen en pie. Enfermar se convierte así en una externalidad del sistema, una consecuencia asumible por el mercado.

La narrativa dominante ha sido clara: los individuos deben hacerse responsables de su salud. Si comes mal, si bebes, si fumas, si no haces ejercicio… es tu problema. Este discurso, profundamente arraigado en nuestra lógica social, sirve a un propósito: ocultar las condiciones estructurales que limitan o condicionan esas decisiones.

Pero nadie elige vivir en un barrio sin acceso a alimentos frescos o rodeado de casas de apuestas. Nadie escoge respirar un aire contaminado. Nadie prefiere una vida sedentaria si no dispone de tiempo, seguridad o espacios para moverse. Y, desde luego, nadie elige ser adicto.

Como advierte Gilmore, esta retórica de libertad es eminentemente ideológica: desplaza la atención desde el sistema que genera enfermedad hacia la conducta individual. Desaparece así la responsabilidad empresarial y política, al tiempo que se estigmatiza a quienes sufren las consecuencias.

Silencios políticos y responsabilidades profesionales


Mientras se destinan millones a campañas individuales de prevención, la acción política frente a los determinantes comerciales sigue siendo tibia. Hay excepciones, afortunadamente: impuestos sobre bebidas azucaradas, restricciones publicitarias al tabaco, ciudades que apuestan por la movilidad activa. Pero cada una de estas medidas encuentra una resistencia feroz por parte de los lobbies empresariales, que operan con enorme capacidad de presión tanto a nivel político como institucional.

Gilmore ha documentado ampliamente cómo estas industrias actúan con estrategias coordinadas para interferir en las políticas públicas, capturar reguladores, y distorsionar la evidencia científica. Proteger la salud exige, por tanto, recuperar una salud pública con vocación política. Una salud pública capaz de regular, limitar, redistribuir, y sobre todo señalar lo que daña sin ambigüedad.

Como profesional sanitario y gestor, he podido ver desde diferentes ángulos el impacto real de estas dinámicas. No hablamos de teorías abstractas. Hablamos de pacientes que llegan tarde al diagnóstico porque nunca tuvieron acceso a una dieta adecuada. Hablamos de personas mayores con enfermedades respiratorias agravadas por entornos contaminados. Hablamos de jóvenes expuestos a estímulos de riesgo desde la infancia, en un sistema que celebra la libertad de consumo pero no promueve el autocuidado.

Frente a esta realidad, necesitamos una ética del cuidado que no se limite al acto asistencial, sino que se proyecte en el diseño de políticas públicas. Una ética que entienda que prevenir no es solo informar, sino transformar. Que vivir sano no debe ser un acto de resistencia, sino una opción accesible y sostenida por el entorno.

Y como profesionales sanitarios no podemos ser neutrales. La neutralidad, en este contexto, se convierte en complicidad. Las y los profesionales de la salud tenemos un rol que va más allá de la consulta: educar críticamente, denunciar prácticas nocivas, respaldar regulaciones valientes, y construir alianzas con sectores que luchan por el derecho a una vida saludable y digna.

También debemos transformar la formación universitaria. Incluir pensamiento crítico, economía política de la salud, lectura ética del entorno. Enseñar a nuestros estudiantes que no basta con saber tratar un infarto: hay que entender por qué ese infarto ocurre antes en ciertos cuerpos, barrios o poblaciones, y qué intereses lo hacen posible o inevitable.

Mirar hacia arriba


Este debate no es solo sanitario. Es eminentemente social y político. ¿Queremos sociedades donde la enfermedad es el precio de un crecimiento económico sin límites? ¿Vamos a seguir promoviendo la “libertad de elección” mientras las condiciones están diseñadas para empujar al daño? ¿O vamos a exigir políticas que prioricen la salud sobre el beneficio?

La Dra. Anna Gilmore lo plantea sin rodeos: no podemos abordar los problemas de salud global sin enfrentarnos al poder corporativo que los perpetúa. Y en esa tarea, cada actor social tiene una responsabilidad.

Decía Rudolf Virchow que “la medicina es una ciencia social y la política no es más que medicina en gran escala”. Hoy, más que nunca, esa escala exige valentía, conciencia y acción colectiva.

Los determinantes comerciales de la salud son una amenaza sistémica. Pero también son una oportunidad para redefinir el campo de acción sanitaria: no solo aliviar síntomas, sino transformar causas; no solo prevenir enfermedades, sino confrontar lo que las consolida. La salud pública del siglo XXI debe ser audaz. Debe actuar no solo como ciencia, sino como conciencia.
Porque proteger la vida nunca fue neutral.


Y porque, en tiempos como estos, es imprescindible poner el foco en quienes diseñan entornos que enferman, en quienes se lucran con el daño, y en quienes tenemos la capacidad (y la obligación) de cambiar el sistema.