Hoy, 10 de octubre, conmemoramos el Día Mundial de la Salud Mental. Es una jornada que cada año nos insta a detenernos y mirar de frente una realidad demasiado presente y, al mismo tiempo, demasiado ignorada. El nuevo informe al respecto, World Mental Health Today, publicado por la Organización Mundial de la Salud (OMS), aporta datos que no dejan lugar a dudas. Más de 1.000 millones de personas viven con un trastorno mental, lo que equivale a casi una de cada siete personas en el planeta. La depresión y la ansiedad son las condiciones más comunes y representan dos tercios de todos los diagnósticos, con un impacto particular en adolescentes y adultos jóvenes.
La magnitud del problema se hace aún más evidente cuando miramos los indicadores de mortalidad. El suicidio es responsable de más de una de cada cien muertes a nivel global, y se sitúa como la segunda causa de fallecimiento entre mujeres de 15 a 29 años y la tercera entre hombres de la misma franja. Cada suicidio arrastra consigo al menos 20 intentos previos y un efecto devastador sobre familias y comunidades.
El impacto de la salud mental no se limita al sufrimiento individual. También es una de las principales causas de discapacidad en todo el mundo. Los trastornos mentales explican más del 17% de los años vividos con discapacidad, situándose solo por detrás del dolor musculoesquelético y los trastornos neurológicos. Estamos, por tanto, ante un problema de salud pública de proporciones gigantescas, pero que sigue siendo abordado con una inversión y una cobertura de servicios muy por debajo de lo necesario.
El precio del abandono
La carga no se limita a las personas y sus familias. También afecta a las economías. La OMS estima que la depresión y la ansiedad generan cada año cerca de un billón de dólares en pérdidas de productividad. Doce mil millones de jornadas laborales desaparecen por estas causas. Los países más pobres son los más castigados; con menos recursos, más estigma y menos oportunidades.
Mientras tanto, la inversión es muy limitada. De media, los países dedican apenas un 2% de sus presupuestos sanitarios a la salud mental. En muchos de los de ingresos bajos, un psiquiatra debe atender a 200.000 habitantes, y el acceso a medicamentos básicos resulta una quimera. El resultado es un círculo vicioso. Las personas con problemas de salud mental no reciben apoyo, tienen más dificultades para mantener un empleo o estudiar, y las familias asumen una carga emocional y económica insostenible. Este abandono colectivo erosiona el desarrollo de sociedades enteras.
Encrucijada de brechas
El informe de la OMS dibuja el mapa de una encrucijada. Nos muestra las brechas que sostienen la crisis y que nos obligan a elegir entre seguir igual o atrevernos a construir otro camino.
La primera de esas grietas es la falta de información. Muchos países carecen de datos fiables sobre la magnitud real de los trastornos o la cobertura de sus servicios. Sin cifras, se planifica a ciegas y se repiten los mismos errores. Hospitales saturados, recursos mal distribuidos y pacientes que se pierden en el laberinto del sistema configuran una realidad tan persistente como inaceptable.
A esta carencia se suma la debilidad de la gobernanza. La mayoría de los Estados tiene planes nacionales de salud mental, pero la mitad se quedan en papel mojado. No hay financiación suficiente, ni indicadores claros, ni evaluación. Entre la promesa y la práctica media un abismo, y en ese vacío quedan atrapados quienes más apoyo necesitan: adolescentes, madres tras el parto y personas mayores.
El tercer obstáculo es la falta de recursos humanos y materiales. La desigualdad es flagrante. En algunos países hay un solo trabajador de salud mental por cada 100.000 habitantes, frente a más de 60 en los países ricos. La consecuencia es que millones de personas carecen, en la práctica, de cualquier servicio. A ello se suma la inaccesibilidad de medicamentos esenciales. Tratamientos asequibles en Europa resultan inalcanzables en África o Asia.
La última brecha se encuentra en los propios servicios. Incluso cuando existen, su calidad es irregular y su cobertura insuficiente. Menos de una de cada diez personas con depresión recibe un tratamiento mínimamente adecuado. La atención sigue centrada en grandes hospitales psiquiátricos, a menudo lugares de aislamiento, en lugar de apostar por la integración comunitaria. Los más jóvenes, los migrantes, las personas en zonas rurales o las minorías son también los más exluídos. Lo que debería ser un derecho universal se convierte, una vez más, en un privilegio.
En definitiva, la salud mental se encuentra en la encrucijada. O persistimos en este abandono fragmentado o decidimos cambiar de dirección.
Abrir camino a la esperanza
Pero no todo son sombras. El informe recuerda que las tasas de suicidio se han reducido un 35% desde el año 2000. Allí donde se ha apostado por la prevención, por los servicios comunitarios y por la atención accesible, los resultados han llegado. Existen ejemplos concretos como programas escolares contra el acoso que reducen la depresión en adolescentes, proyectos comunitarios en países de bajos ingresos que multiplican por diez la cobertura, o tecnologías digitales que llevan la psicoterapia a rincones rurales. Son alternativas que anticipan un futuro diferente.
El Día Mundial de la Salud Mental nos recuerda que no hay salud sin salud mental. Pero esta frase no debe quedar como un lema vacío. Debe transformarse en una llamada a la acción. Invertir en salud mental no es un gasto, sino una de las mejores inversiones en cohesión social, productividad y bienestar.
Los números del informe no pueden anestesiarnos. Detrás de cada dato hay una vida, una historia que pudo ser distinta o un potencial que merece desplegarse. La encrucijada en la que estamos exige decisiones políticas valientes, innovación en los servicios y un compromiso ciudadano que rompa el estigma.
Tenemos las soluciones al alcance. Sabemos qué funciona y sabemos dónde están las carencias. Ahora toca elegir el camino. Este 10 de octubre, el mensaje es claro. Hacer de la salud mental una prioridad global, nacional y también personal. Porque cuidar la mente es cuidar la vida.
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