Hace pocos meses los
medios de comunicación social se hicieron eco de una conversación privada entre
Vladimir Putin y los presidentes de la
China y de
Corea del Norte en la que parecían convencidos de que los seres humanos o al menos algunos, podrían vivir ciento cincuenta años o más. La
inmortalidad o por lo menos el incremento de la
longevidad ha sido un anhelo recurrente en la historia de la
humanidad.
Un afán utópico, al menos hasta ahora, aun cuando el conocimiento de que algunas especies biológicas sobreviven muchísimo tiempo -- como por ejemplo la esponja antártica o el
tiburón de Groenlandia y desde luego algunos vegetales como la posidonia. Incluso alguna especie de medusas como la Turritopsis dohrnil, se califica de
inmortal— ha estimulado la
investigación biológica sobre la longevidad.
Las expectativas generadas por los progresos en el campo de la
nanotecnología y la
nanobiología, en la reparación y sustitución celular y la eliminación de deterioros funcionales graves plantean la posibilidad de limitar y quizás incluso eliminar algunas de las
enfermedades que acortan la vida. Pero la evolución de la salud en la población que envejece sigue siendo objeto de debate.
Hay quien supone que la mejora de las
condiciones de vida y de los
hábitos saludables, así como los
progresos sanitarios reduciría continuamente las
enfermedades degenerativas crónicas y la
discapacidad (hipótesis de la morbilidad comprimida) mientras que otros piensan que estos factores prolongan la vida de las personas, pero a costa de una salud peor durante las últimas décadas de la existencia (hipótesis de la
expansión de la morbilidad).
El escenario de morbilidad comprimida suele calificarse de
éxito del éxito, mientras que el escenario de expansión de la morbilidad se califica de fracaso del éxito.
Lamentablemente, según una reciente investigación publicada en la
revista Lancet, sobre la población japonesa, la hipótesis de la expansión de la morbilidad parece respaldarse, ya que el
descenso de las tasas de mortalidad se ha ralentizado. Si bien la tasa de mortalidad por todas las causas disminuyó un 1,6 % para el período 2005-2015, solo lo hizo un 1,1 % para el período 2015-2021. Y, en algunas causas, como en la
diabetes, las tasas de mortalidad aumentaron un 2,2 % en el período 2015-2021.
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"Hay que tener en cuenta los eventuales problemas que plantearía una longevidad prolongada en un contexto de limitación de los recursos planetarios y deterioro medioambiental"
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Una evolución que además es desfavorable para las
mujeres. Porque si bien la esperanza de vida al nacimiento crece, lo que ha venido ocurriendo en muchos países, entre los que destacan
Japón y
España, pocos de esos años de incremento lo son en buena salud o libres de incapacidad.
En el año 2023 en España, la
esperanza de vida al nacer era para las mujeres de 86,3 años, aunque en buena salud solo alcanzaba los 61,8. En cambio, las de los hombres fueron 81,1 y 62,1 respectivamente. Es decir 24,5 años de la esperanza de vida de las mujeres no lo son en
buena salud, mientras que en los hombres eran 5,5 años menos.
Las cifras homólogas en Japón fueron para ese año de 2023, 87,14 años de
esperanza de vida al nacer para las mujeres, 75,45 en buena salud y 81,09 y 72,57 respectivamente para los hombres. Los
años sobrevividos sin buena salud por los hombres fueron 8,52 y por las mujeres 11,69, o sea que, si bien las mujeres sobreviven más tiempo, lo hacen en peores condiciones de salud que los hombres.
Aumento de gasto sanitario y objeciones bioéticas
Así pues, un incremento de la longevidad sin conseguir mejorar sustancialmente la
calidad de vida no parece un anhelo razonable. No solo por las consecuencias económicas que supone al aumentar el
gasto sanitario, en subsidios y la disminución de la
productividad, sino sobre todo por el
sufrimiento y las limitaciones asociadas a la ancianidad.
Algunas de las cuáles son atribuibles – aunque parezca paradójico—a la
obstinación terapéutica y profiláctica a la que se les expone, por lo que el oncólogo
Ezequiel Emanuel, jefe del Departamento de
Ética Médica y
Política Sanitaria de la Universidad de Pensilvania, declaraba que al llegar a los 75 años se negará a recibir aquellas
prescripciones médicas que pretendan prolongar su existencia.
Claro que el
debate bioético en torno a la limitación del esfuerzo sanitario (LES) no establece un umbral de edad fijo y universal como los 75 años, sino que se centra en la adecuación del tratamiento a la
situación clínica y pronóstico del paciente, independientemente de su edad cronológica.
La limitación del esfuerzo terapéutico (LET), también conocida como adecuación del
esfuerzo terapéutico (AET), es una práctica éticamente correcta que se basa en varios principios de la bioética.
El encarnizamiento o la obstinación terapéutica (aplicar
tratamientos inútiles que solo prolongan el proceso de muerte y el sufrimiento) es contrario a este principio.
Cuando un
tratamiento deja de ser beneficioso y no ofrece posibilidades razonables de recuperación, su continuación pierde justificación ética lo que contradice el principio de beneficencia.
Según el
principio de autonomía, el paciente competente tiene derecho a tomar decisiones sobre su propia
atención médica, incluyendo rechazar tratamientos, después de recibir información adecuada sobre su pronóstico y las implicaciones de su decisión.
Finalmente, se vulnera el
principio de justicia cuando los recursos empleados en prolongar la vida en condiciones precarias dejan de destinarse a otros pacientes cuya calidad de vida tras las intervenciones fuera mejor.
Además de las consideraciones previas, hay que tener en cuenta los eventuales problemas que plantearía una
longevidad prolongada en un contexto de limitación de los
recursos planetarios y
deterioro medioambiental, elementos que están incidiendo negativamente sobre la
morbimortalidad general y calidad de vida de una parte significativa de la población mundial, precisamente la de los países menos desarrollados y con menor longevidad.