La posible baja médica del presidente valenciano, Carlos Mazón, ha abierto un debate que poco tiene que ver con la clínica y demasiado con la política. Lo que debería ser un acto discreto entre médico y paciente se ha convertido en espectáculo público, poniendo en cuestión la confianza en la profesión y en el propio sistema sanitario.

Un asunto que ha desbordado las consultas para instalarse en tertulias, editoriales y redes sociales. De repente, todos opinan, sospechan y juzgan. Y la verdad es que he seguido esto con una mezcla de perplejidad y tristeza. Porque lo que está en juego no es solo la salud de un político, sino la credibilidad del médico que lo atiende.

El problema ya no es si el político está enfermo o agotado, sino si el facultativo que firma su baja actúa por motivos distintos de los clínicos. Como si recomendar reposo fuera una maniobra fuera de lo estrictamente médico. Esa sospecha, más allá de lo absurdo, es peligrosa. Estamos asistiendo a una banalización progresiva de la baja médica, a su transformación en munición mediática. Se olvida que detrás de cada firma hay una persona enferma, una valoración profesional y una responsabilidad enorme.


Politizar la salud de un paciente es tan preocupante como desconfiar del médico que lo atiende



Dar una baja no es "dar un papel". Es asumir que, durante un tiempo, la persona no podrá cumplir con sus obligaciones porque su cuerpo o su mente han dicho basta. Y es también una carga emocional y ética: el médico responde ante su paciente, ante la Administración y, en ocasiones, ante la incomprensión de la sociedad. No es un algoritmo frio: es Medicina en su sentido más amplio.

Los médicos de los pueblos lo sabemos bien. Firmar una baja es, en demasiadas ocasiones, un ejercicio de resistencia frente a la sospecha. Se duda del paciente (“seguro que no está tan mal”), del médico (“¿por qué se la habrá dado?”) y hasta del sistema (“aquí se está abusando”). Esa cultura del recelo, que ahora se ve amplificada por el debate político, erosiona algo fundamental: la confianza. Y es que cuando el médico empieza a sentirse observado más que respetado, algo profundo se resquebraja.

Sin embargo, cuando se reduce a un titular, se banaliza hasta el absurdo. Politizar la salud de un paciente es tan preocupante como desconfiar del médico que lo atiende. El mensaje que recibe la sociedad es devastador: que el criterio clínico depende de a quién afecte. Que el reposo puede ser una estrategia y no una terapia. Esa sospecha no se queda en los titulares: se extiende a todos los médicos y pacientes.


¿Quién querrá atender a un cargo público si eso implica arriesgar su reputación profesional? 



Y es que, cuando el médico empieza a sentirse observado más que respetado, algo se rompe. Aquí, en el pueblo, las bajas tienen rostro y rumor. Se comentan en la plaza, en la frutería, en la peluquería. "Le ha dado la baja", dicen, y enseguida surgen las teorías. Lo sé, lo escucho, lo vivo. Pero jamás he visto que se cuestione públicamente mi profesionalidad como se ha hecho con el médico que atendió a Mazón. Con esto se envía un mensaje terrible a la profesión: que atender a un político puede convertirte en diana pública. Que tu criterio será escrutado no por tus pares, sino por tertulias y redes sociales. ¿Quién querrá atender a un cargo público si eso implica arriesgar su reputación profesional?

Los médicos no necesitamos defensas partidistas ni aplausos de ocasión. Necesitamos respeto cuando tomamos decisiones difíciles. Que se entienda que firmar una baja no es un favor, sino una indicación médica sustentada en responsabilidad y ciencia.

La banalización de la baja médica no solo desprestigia al médico, también pone en riesgo a los pacientes. Porque el miedo a ser cuestionado puede llevar a decisiones más conservadoras, más burocráticas, menos humanas. Una medicina que firma por miedo no es medicina: es supervivencia administrativa. Y eso, créanme, no cura a nadie.

Los médicos, con nuestras luces y nuestras sombras, solo tratamos de cuidar. La confianza en el médico de familia, ese vínculo invisible que sostiene la sanidad pública, no se defiende con discursos, sino con respeto. Sin confianza, el sistema se tambalea. Y todos salimos perdiendo: el paciente, el médico y la sociedad.