Somos médicos rurales. Y es que, aunque a menudo se nos vea como una figura secundaria en el mapa sanitario, la verdad es que nuestra labor es decisiva para que miles de personas tengan acceso a una atención digna y segura. No somos médicos «de segunda». Al contrario: hemos aprendido a ser polivalentes, resolutivos y a mantener la calma en situaciones que otros solo ven en simulacros.

Nuestro trabajo no se limita a pasar consulta. Aquí, en la España despoblada, el día puede empezar ajustando la medicación de un paciente crónico y, sin previo aviso, acabar estabilizando a un herido grave en un accidente agrícola, atendiendo un infarto en una vivienda aislada o asistiendo a un niño con una convulsión febril. Y todo ello sabiendo que la ambulancia quizá tarde demasiado y que, si la situación lo permite, la única opción rápida será un helicóptero.

En nuestro entorno, la distancia lo cambia todo. No tenemos al lado un equipo hospitalario listo para intervenir ni acceso inmediato a pruebas complejas. Nos toca improvisar, priorizar y tomar decisiones con los recursos disponibles. Y sí, eso exige una forma de trabajar diferente, que no siempre se ve ni se reconoce.

Pero la medicina rural no es solo urgencia y tensión. También es cercanía. Conocemos a nuestros pacientes más allá de sus diagnósticos: sabemos quién vive solo, quién empieza a necesitar ayuda para caminar, quién cuida discretamente de un familiar con demencia. Ese conocimiento nos permite adelantarnos a problemas y ofrecer una atención más humana, que no se limita a aplicar protocolos, sino que se adapta a la vida real de las personas.

Sin embargo, la ausencia de reconocimiento representa una situación pendiente de resolver. Ocho de cada diez médicos rurales sentimos que nuestro trabajo no se valora lo suficiente. No hablamos solo de sueldos: necesitamos incentivos que reduzcan la soledad profesional, que nos faciliten formación continua sin que suponga un viaje imposible, que nos integren de verdad en los circuitos docentes. Porque, aunque la medicina rural es un campo de aprendizaje inmenso, solo el 40,6 % de nosotros participa en la formación de estudiantes, y más de la mitad de los centros rurales están fuera de la red docente.

Esto tiene consecuencias graves. En los próximos años, 4.500 médicos que trabajan en el ámbito rural se jubilarán. Si no se planifica el relevo, habrá pueblos que se queden sin un médico fijo. Y cuando un pueblo pierde su médico, no solo pierde un servicio si no que se rompe un vínculo comunitario, se erosiona la confianza y, poco a poco, se debilita la vida en ese lugar.

Por eso creemos que nuestra experiencia debería tener un papel mucho más fuerte en la toma de decisiones sanitarias. Nadie mejor que nosotros conoce lo que es atender a un paciente en una carretera secundaria sin cobertura móvil, buscar un medicamento que no está en la farmacia del pueblo o hacer una visita domiciliaria a un cortijo al que no llega el asfalto.

Ser médico rural es ser clínico, gestor de emergencias, orientador social y, muchas veces, confidente. No lo decimos por orgullo, sino porque sabemos que, si la atención primaria rural se debilita, todo el sistema se resiente.

Es hora de que la medicina rural deje de ser invisible. Necesitamos inversión específica, integración plena en la docencia y una escucha real por parte de quienes deciden las políticas sanitarias. Porque la atención sanitaria no puede depender también del código postal, y porque sin nosotros, miles de personas quedarían solas frente a la enfermedad. Y eso, simplemente, no nos lo podemos permitir.