Cada año, con la publicación de los resultados del examen MIR, se repite una escena ya conocida: la especialidad de Medicina Familiar y Comunitaria (MFyC) aparece en los últimos puestos de elección. Y no falla, siempre salta el mismo titular.

Pero lo cierto es que esa lectura superficial es, cuando menos, engañosa. Porque la MFyC no solo es la especialidad que más plazas oferta —este año fueron 2.508—, sino que sigue siendo elegida también por aspirantes con números excelentes. Sin ir más lejos, en esta convocatoria, el número 24 del MIR se decantó por ella, 68 aspirantes la eligieron entre los 3.000 primeros.

Entonces, ¿por qué persiste esa imagen de que “nadie quiere ser médico de familia”? Y si hablamos específicamente de la atención médica en el mundo rural, entonces el problema se vuelve aún más complejo, más humano, más urgente. Tal vez porque es más fácil repetir clichés que preguntarse qué hay detrás de los datos.


"Desde la consulta de mi pueblo, lo que veo a diario es que, sin Familia, la sanidad pública simplemente no funcionaría"



Desde la consulta de mi pueblo, lo que veo a diario es que, sin esta especialidad, la sanidad pública simplemente no funcionaría. Somos el primer contacto, el rostro más cercano y constante del sistema, ese al que los pacientes acuden cuando algo les preocupa, cuando no saben a dónde más ir, cuando tienen el primer síntoma, cuando las citas con otros especialistas se eternizan. Porque ejercer como médico de familia en un pueblo no es solo atender pacientes; es conocerlos a todos por su nombre, es formar parte de la comunidad, es estar ahí, a veces solo, con pocos recursos, pero con una responsabilidad enorme. Es escuchar al anciano que vive solo, ver crecer a los niños del pueblo, acompañar a las familias en sus momentos más difíciles. Y, sin embargo, ¿quién quiere ir allí? ¿Quién se forma para eso?

Y es que el problema empieza mucho antes del examen MIR. Empieza en la universidad, donde la MFyC apenas tiene presencia o, si la tiene, es más bien anecdótica. En muchas facultades ni siquiera existe como asignatura propia o, si existe, se arrincona al final del programa o se acumula con otra asignatura. Tampoco está integrada en los exámenes clave ni representada por docentes con peso académico. Las rotaciones en los centros de salud —si es que se hacen— son cortas, poco estructuradas, y alejadas de la realidad viva de un consultorio rural. Difícil enamorarse de algo que ni siquiera llegas a conocer bien.

Además, durante la carrera se va tejiendo un relato, casi siempre implícito, pero constante: que la especialidad de medicina de familia es una especie de plan B, algo menos brillante, menos complejo, menos emocionante. En los pasillos, en las academias, en las charlas informales, se desliza la idea de que «aquí se hace poca medicina», que somos los que derivamos todo, los que hacemos las recetas, incluso he oído decir que «son a los que los agreden». Y eso, repetido curso tras curso acaba calando.

Después, claro, llega la práctica real… y tampoco ayuda. Consultas con tiempos ajustados, agendas sin aire, exigencias administrativas que crecen, y una presión asistencial que se ha vuelto crónica. En ese contexto, no es extraño que el trabajo se viva más como una carrera de obstáculos que como una especialidad gratificante.


"En los últimos años se ha extendido la contratación de médicos sin especialidad o incluso recién graduados" 



Y, por si fuera poco, en los últimos años se ha extendido la contratación de médicos sin especialidad, o incluso médicos recién graduados, para cubrir vacantes en atención primaria. Entiendo que a veces no hay otra salida, pero el mensaje que eso lanza es muy peligroso: que cualquiera puede hacer este trabajo sin especialidad.

En el entorno rural, la situación es aún más delicada. Hay plazas que quedan vacías año tras año, contratos temporales, profesionales aislados. Aquí, cuando falta un médico, la atención queda suspendida o se dan plazas a los que las ocupan sin especialidad por el hecho de ser de difícil cobertura. Y, sin embargo, seguimos siendo invisibles en los grandes debates sanitarios.
Así que no, no deberíamos sorprendernos de que muchos jóvenes MIR no elijan esta especialidad. No es que no la valoren, es que la han desprestigiado desde que comienzan a estudiar el grado de medicina.

Recuperar la especialidad de medicina familiar y comunitaria no es cuestión de una campaña bonita ni de discursos grandilocuentes. Requiere decisiones valientes: mejorar las condiciones laborales, incluido el sueldo, reducir la burocracia, dar más tiempo por paciente, integrar la especialidad en las universidades de verdad, dotarla de referentes sólidos, cuidarla con hechos. Porque no basta con decir que es “esencial para el sistema”. Hay que demostrarlo.

La verdad es que desprestigiar la MEDICINA DE FAMILIA, la MEDICINA RURAL no solo daña a quienes la ejercemos. Daña al sistema entero. Y en un momento como el actual, simplemente no podemos permitirnos ese lujo.