No es nueva la polémica que levantan los visados de inspección desde su aparición en los años 70 con el artículo 5.3.1 del Real Decreto 946/1978, de 14 de abril. Y es que hasta ahora han ido surgiendo una serie de modificaciones, incluyendo la aparición del visado electrónico con el Real Decreto 1718/2010, de 17 de diciembre.

Los visados son un mecanismo de intervención a través del cual la Administración Pública sanitaria lleva a cabo un control sobre la prescripción médica de unas determinadas especialidades farmacéuticas y que se impone como requisito necesario para la dispensación farmacéutica. Es decir, en términos sencillos, consiste en el acto por el que el inspector valida la prescripción en receta médica de determinadas especialidades farmacéuticas o productos sanitarios y necesaria para que el paciente pueda obtener del farmacéutico el medicamento o producto previamente prescrito por el médico.

Sin entrar a valorar aspectos técnicos como que el visado en ocasiones se aplique de forma contradictoria a medicamentos de eficacia probada y en cambio se libere del mismo a medicamentos más costosos, menos eficaces y más novedosos, merece la pena detenerse a valorar algunos de los interrogantes existentes en torno a esta figura desde una primera aproximación jurídica.

En primer lugar hemos de referirnos al visado electrónico. Si bien, estamos ante un gran avance que permite acelerar el proceso burocrático que supone el visado, no estamos ante un sistema que se haya implementado en todas las comunidades autónomas y ni siquiera en aquellas que se ha implementado se ha hecho de forma homogénea, por lo que nos encontramos ante una situación grave de inequidad que genera desigualdades entre los pacientes. Esto supone una vulneración del principio de igualdad que subyace de la redacción del artículo 89.1 de la propia Ley 29/2006, de 26 de julio (ley del medicamento), del que se desprende que el Estado debe garantizar un acceso a la prestación farmacéutica en condiciones de igualdad en todo el Sistema Nacional de Salud.

Y es que con la restricción que supone el visado, al paciente se le hace ir como mínimo dos veces a la consulta (una para que se le prescriba el medicamento y otra para obtener el correspondiente visado antes de su dispensación final) y en el caso de que tenga suerte y pertenezca a una de las comunidades autónomas donde este implementado el visado electrónico, tendrá que esperar el tiempo necesario para que su receta cuente con el pertinente visado. Es indudable que esto produce grandes perjuicios en el paciente como consecuencia de los retrasos, limitaciones o sustituciones que inevitablemente el visado conlleva, lo que aleja al Estado de su compromiso y deber con los ciudadanos de hacer efectivo el derecho a la protección de la salud reconocido en el artículo 43 de la Constitución Española.

Otro aspecto preocupante es la excesiva discrecionalidad en cuanto a la decisión de qué medicamentos llevarán visado y cuáles no, y la falta de transparencia tanto por parte del ministerio y como de las comunidades autónomas que en términos generales carecen de una legislación accesible al público en relación a los mencionados criterios de selección y funcionamiento del visado. No olvidemos que el visado, de una u otra forma, aparte de dificultar el acceso al medicamento al paciente, constituye una limitación de la libertad de empresa reconocida en el artículo 38 de la Constitución Española, y por ello debería fundamentarse la necesidad de imponer esta medidas así como su justificación, proporcionalidad y ventajas.

Al mismo tiempo, cabe preguntarse por la legitimación, capacitación y formación del visador. Estos aspectos son totalmente desconocidos y no uniformes. El visado indudablemente interfiere en la relación médico-paciente y cuestiona de alguna forma el criterio del médico habitual del paciente, que es quien seguramente mejor le conoce. Estamos de una forma u otra ante una figura que se erige como ‘controlador’ de los médicos, y si bien es cierto que esta medida podría suponer una garantía adicional para el paciente siempre y cuando ese ‘controlador’ estuviese formado por inspectores médicos o por un comité médico de expertos, altamente cualificados y especializados en la materia, la realidad es bien distinta y nos encontramos con que no existen unos criterios y condiciones que velen y garanticen la capacitación y estandarización de los inspectores médicos, lo que podría suponer una interferencia en la libertad de prescripción médica y por ende en el derecho a la salud constitucionalmente reconocido.

Finalmente, es justo recalcar que si bien es cierto que alguno de estos problemas mencionados se minimiza con la aparición del visado en su formato electrónico, la realidad es que no desaparecen y no dejamos de estar ante un sistema que lejos de incrementar la calidad de vida del paciente, impone una traba más para aquellos que menos las necesitan.

En conclusión, nos encontramos ante un mecanismo obsoleto, que bajo el paraguas de un concepto jurídico tan indeterminado como es el “uso racional del medicamento” (artículo 89.1 de la ley del medicamento), lo que verdaderamente persigue es la mera contención del gasto farmacéutico, dificultando para ello el acceso en condiciones de equidad a la protección a la salud.

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