Como decíamos en el anterior artículo sobre la cuestión, desde la pandemia, el interés por la salud mental se ha visto notablemente incrementado, como consecuencia de la presión que comporta la demanda de atención sobre la sanidad. Una demanda que, además de reflejar auténticas necesidades, digamos genuinas, es también consecuencia de la medicalización del malestar emocional que, entre paréntesis, no solo no es una terapéutica eficaz sino que contribuye sustantivamente a la iatrogenia debido a los efectos indeseables de los psicofármacos y también a la excesiva e inadecuada dependencia del sistema sanitario.

Problemas de salud mental que también afectan a los profesionales y trabajadores de la sanidad. Que, al fin y al cabo, son parte de la ciudadanía y por ello comparten la exposición a algunos determinantes comunes que influyen sobre la salud mental y el malestar emocional del conjunto de la población.  Entre ellos vale la pena destacar la influencia de algunos valores morales predominantes en nuestras sociedades, como es el caso del individualismo y la competitividad.

Valores que desde la Ilustración se han ido afianzando en nuestras culturas y que, desde luego, estimulan actitudes y conductas en buena parte beneficiosas, al menos para el desarrollo económico y político de nuestras sociedades. Aunque también tienen su contrapartida. Ya que los humanos somos, por naturaleza, animales sociales, de modo que, como reconoce la,  por otro lado, utópica definición adoptada por la OMS nuestra vida y con ella nuestra salud consta de tres dimensiones inseparables;  la física o somática, la mental o espiritual y la colectiva o social.

Así que junto al fomento de la dignidad de las personas y la promoción de los derechos humanos, virtudes del individualismo, conviene desarrollar la responsabilidad que cada uno de nosotros tiene para con la sociedad de la que forma parte. Para protegerla y mejorarla. Porque sin esta dimensión grupal,  los humanos no somos nadie, aunque haya quienes tienen interés en que no lo parezca.

Responsabilidad que traduce los valores del civismo necesario para conservar la cohesión social mínima imprescindible para la supervivencia de la especie y por ende, de nosotros mismos como componentes individuales de la colectividad.

Una actitud que lamentablemente no es de las más valoradas actualmente, excepto quizás por lo que se refiere a algunas modalidades no especialmente constructivas, como pueden ser algunas sectas y otras agrupaciones y asociaciones ciudadanas que actúan como si lo fueran.

Influencias que afectan también a la sanidad como un ámbito en el que las actividades y funciones de sus profesionales y trabajadores no solo son de naturaleza personal sino que adquieren una dimensión colectiva. Las actividades clínicas, particularmente las asistenciales, son cada vez más tarea de equipo.

El papel que desempeña cada uno de los componentes debe coordinarse con los de los demás. Componentes no solo de distintas especialidades, sino también de diferentes profesiones, incluidas algunas no estrictamente sanitarias.

Una empresa que como todas las tareas colectivas implica encuentros y desencuentros entre los implicados, satisfacciones y frustraciones, admiraciones y envidias, adhesiones y sometimientos, etc. Factores todos ellos de potencial influencia sobre la salud mental y, especialmente, sobre el bienestar – o el malestar- emocional.

El trabajo en equipo es una modalidad laboral que se puede beneficiar sustancialmente de una formación específica que facilite la gestión de las vicisitudes que conlleva la interdependencia.  Formación ausente de los programas de los grados sanitarios y de la mayoría de los de postgrado, y que no recibe la atención que merece por parte de las corporaciones colegiales respectivas. Lo que unido a los criterios operativos para la promoción profesional que, como ocurre en la mayoría de sectores de nuestra sociedad, priorizan la competitividad y el individualismo, más bien favorece el incremento de problemas de salud mental en el colectivo.

Claro que otro determinante potencial de la salud mental de los profesionales y trabajadores de la sanidad tiene que ver con la frustración de las expectativas que les han llevado al ejercicio de estas actividades.  Frustraciones que probablemente son específicas para cada una de las profesiones sanitarias e incluso en el caso de la medicina, para el ejercicio de la denominada atención  primaria que para la especializada hospitalaria.

Porque si lo que se espera es poder establecer, al menos en la mayoría de los casos, un diagnóstico específico a partir del análisis de signos y síntomas del paciente y contribuir a la mejora del pronóstico mediante la prescripción del remedio adecuado, la realidad no acostumbra a compadecerse con esta presunción. Porque hay que saber escuchar y, sobre todo comprender a los pacientes – lo que no se acostumbra a enseñar—y hay que tener en cuenta sus circunstancias, las condiciones de vida que no solo influyen en la génesis de sus patologías sino que modulan, a menudo incluso obstaculizan, la respuesta a las indicaciones médicas. Lo cual transciende las aportaciones del conocimiento científico y no acostumbra a resultar gratificante, sobre todo para quienes pensaban que su trabajo consistía en otra cosa. Y por si no fuera poco, escuchar y comprender a los pacientes no se traduce en ningún incentivo laboral.