El verano suele ser un tiempo de descanso, de encuentro con la familia y de pequeños momentos que rompen la rutina. Sin embargo, a veces la vida, en su aparente calma, nos coloca frente a escenas que sacuden la conciencia y nos obligan a pensar más allá de nuestras comodidades. Estas dos primeras semanas de agosto, entre medias vacaciones, he vivido dos circunstancias que, por un momento, me han hecho detenerme y reflexionar sobre la fragilidad de nuestra suerte y la necesidad de compartirla.
La primera experiencia llegó de la mano de la presentación del libro Aromas y Ungüentos (cuya lectura encarecidamente recomiendo), de mi amiga médica y misionera Ana Gutiérrez, quien durante años ha trabajado en África. En su relato, con una serenidad admirable, narraba cómo en Kinsasa la falta de electricidad y de agua es un hecho cotidiano. Y recordaba, entre sonrisas, cómo durante el “apagón” en España sus familiares y amigos le decían: “Ana, esto es el caos, la hecatombe, no te lo puedes imaginar”. Ella, nos contaba con ironía y ternura: “¿De qué mundo me hablaran estos? Donde yo vivo, la luz y el agua se van cada pocos días, y seguimos adelante”. Esa naturalidad con la que relataba lo que aquí llamamos catástrofe nos invita a cuestionar el cristal con el que miramos la vida. Nuestra noción de caos, muchas veces, es un lujo comparado con la rutina de tantos millones de personas.
La segunda circunstancia fue mucho más íntima y cercana. En un hotel, en pleno descanso, escuché el llanto desconsolado de un niño pequeño, de no más de tres años. Repetía sin cesar “Papá”, incapaz de articular otra palabra. Al poco apareció su madre, lo abrazó y lo rescató de esa angustia. Fue un instante conmovedor, pero también perturbador. Pensé en todos los niños que, en otras partes del mundo, y he conocido a muchos, lloran igual de desconsolados, pero sin que nadie acuda a rescatarlos. Ni un abrazo, ni un refugio, ni una respuesta. Solo la soledad, el hambre o el horror de la guerra. Niños que, sin comprender por qué, caminan hacia la muerte entre lágrimas y desamparo.
Estas vivencias, tan distintas y a la vez tan conectadas, me han llevado a escribir estas líneas y llegar a la misma conclusión: quienes hemos tenido la fortuna de nacer en una parte del mundo donde lo básico está asegurado, tenemos una obligación moral. No se trata solo de agradecer la suerte de estar donde estamos, sino de asumir que esa suerte debe compartirse. Porque, en definitiva, el azar de la cuna no debería ser la condena de nadie.
El verano, con sus días largos y sus pausas, nos ofrece la oportunidad de detenernos un poco, de mirar hacia dentro y hacia fuera. Entre comidas familiares, playas y siestas reparadoras, vale la pena regalarse un momento para reflexionar sobre nuestra responsabilidad. No se trata de vivir culpables, sino de vivir conscientes. Y, como decía Nelson Mandela, “lo que cuenta en la vida no es el mero hecho de haber vivido. Es la diferencia que hemos hecho en la vida de los demás lo que determina el significado de la nuestra”.
Quizá, en medio de este verano, y aunque suene muy blandengue, baste con dedicar un rato a pensar cómo podemos repartir mejor nuestra suerte. Ese sería, sin duda, el mejor descanso.
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