Nuestro sistema sanitario, denominado tantas veces “el mejor del mundo”, está estos días frente a su laberinto. Nos ha hecho falta una pandemia como la del coronavirus COVID-19 para ponerlo en jaque, y para que reaparezcan en primer plano las noticias y las políticas sanitarias.

En pocas palabras, la pasada época de privatizaciones que solo las grandes movilizaciones de la Marea Blanca consiguieron detener, los recortes de la crisis de 2008 y las jubilaciones forzosas de miles de profesionales dejaron enormemente debilitados nuestros hospitales y centros de salud.

Pero, además, y esto es muy importante, desde la crisis por el virus del Ébola apenas hemos sacado conclusiones sobre nuestra infradotada salud pública y nuestra escasa capacidad de respuesta a las pandemias. Con la minusvaloración y recortes en dicha área, y un exceso de confianza en nuestros sistemas de salud en Europa, mantuvimos paralizada la ley de Salud Pública de 2011. Paralelamente, el cambio de la actual orientación de enfermedades agudas por un modelo de atención y cuidados de crónicos y pluripatológicos se quedó en un eslogan, víctima de la inercia y del gran empuje del sistema tecnológico. Y lo mismo ha pasado con la coordinación sociosanitaria.

Nuevas tecnologías frente al coronavirus


Eso nos recuerda que el sanitario es un ámbito fuertemente influenciado por las nuevas tecnologías. En muchos de sus compartimentos, gestión, diagnóstico, quirófanos, la digitalización tiene gran protagonismo. Y no podemos olvidar en el análisis el carácter contradictorio (entre libertades y eficacia) que ha tenido en China y Corea del Sur la utilización de las aplicaciones informáticas y los teléfonos móviles en el control y seguimiento de los contagios.

Cuando se trata de discutir sobre los efectos de la revolución digital, entre las opiniones más autorizadas se establece una lista de prioridades con posibles maneras de hacerle frente. Mientras unos proponen más formación, otros eligen políticas de impuestos para los robots. Con la mirada puesta en el estado del bienestar, alguien también diría que es inevitable que haya un ingreso mínimo asegurado por persona. Paralelamente, los líderes de opinión hacen apuestas sobre los empleos y profesiones que más van a sufrir el siniestro ímpetu del maquinismo. Entonces, siempre aparecen los neoluditas que advierten signos de apocalipsis por todas partes, y piden que deje cada uno de lado su opinión y nos decidamos por destruir primero todo atisbo de técnica y tecnología. La realidad es que una de las tendencias del siglo XXI que más se subestimó fue la revolución digital, por lo que a nadie se le ocurrió consensuar una posible salida.

La inteligencia artificial ya está aquí. Para algunos, algo así como el coronavirus; para otros, un avance, advierten, al que nos incorporamos con retraso (España, y también la UE); mientras los terceros, los más tecnófilos, saludan su irrupción como una de las cosas más importantes que hayan pasado a la humanidad en los últimos siglos.

Tal vez deberíamos preocuparnos más por los efectos de las nuevas tecnologías (y de esta crisis) sobre el futuro de las estructuras laborales y el teletrabajo. Byung-Chul Han considera que estamos en plena mutación hacia un orden nuevo psicopolítico, de consumo digital, con una demanda imparable de tecnologías y de autoexposición, lo que da lugar a situaciones de gran control por parte de los gobiernos (y de las empresas). Zygmunt Bauman ya señaló que los detalles más insignificantes de nuestras vidas son registrados y examinados como nunca antes, y con frecuencia los vigilados cooperan voluntariamente con los vigilantes.

La digitalización desmesurada y el desarrollo sin control de la inteligencia artificial son incompatibles con valores muy importantes propios de las democracias. Por eso la estrategia para el futuro no debería venir de una sociedad con un protagonismo asfixiante de las aplicaciones informáticas y la automatización. Ambas cuestionan los fundamentos tradicionales de sus áreas de influencia en puntos muy sensibles como las relaciones personales, la privacidad y la atención personal.

Las pandemias cíclicas han venido para quedarse


Por otra parte, tanto las pandemias cíclicas como la digitalización han venido para quedarse. La cuestión es cómo prevenir sus efectos destructivos y cómo aprovecharlas para mejorar los sistemas sanitarios. No es retropía frente a distopía. Es el modelo complejo de salud y sistemas sanitarios que, como el cambio climático, forman parte del presente. Se trata de conseguir que sirvan para construir sociedades más justas y una sanidad más accesible y equitativa.

Eso revalida la importancia de la prevención, la salud pública, la planificación, la Atención Primaria y la gestión y coordinación sociosanitaria.

El actual gran shock sanitario no solo ha puesto en tensión la epidemiología, las UCIS…, también la gestión sanitaria. La falta de equipos de protección, que se ha hecho patente a las primeras de cambio, ha puesto en cuestión la falta de planificación, nuestra política de compras, y se ha visibilizado la inexistencia de una reserva estratégica de material y la carencia de producción propia en Europa ─esenciales para minimizar el impacto de futuras posibles pandemias-.

En definitiva, se ha notado la ausencia de un área de compras activa y con una red de proveedores fidelizados.

Como si todo esto no fuera suficiente, es ahora también cuando aparecen las consecuencias de las medidas de austeridad y los recortes de personal de los años pasados, las secuelas de tener un gasto sanitario por habitante muy inferior al de los países de nuestro entorno (la mitad que el de Alemania, según la OCDE) y de haber dedicado gran parte de los recursos a la medicina de lujo y grandes aparatos, olvidando la medicina de base.

Es útil proponerse una descripción a grandes rasgos de la situación en que se encontraba nuestro sistema de salud a la llegada del nuevo coronavirus. Para empezar, hemos de partir del hecho de que España gasta en sanidad y dependencia un 21 por ciento menos que el promedio de los países de la Eurozona con renta similar. Tenemos un sistema sanitario, además, tecno-farmacológico y basado fundamentalmente en las urgencias hospitalarias (que están saturadas), y con unas listas de espera cada vez más largas. Y con un reto muy importante: el gran aumento de nuestra población mayor, de las personas dependientes y con enfermedades crónicas.

Necesidad de un programa estratégico para la sanidad española


Finalmente, ojalá que uno de los efectos de esta pandemia, convertida en crisis global, sea empezar a diseñar el programa estratégico de futuro de la sanidad pública española en el marco del mundo interconectado que se ha puesto de manifiesto, con la gobernanza de una Organización Mundial de la Salud (OMS) con atribuciones y recursos al nivel de los retos y las crisis sanitarias globales. De manera más local, necesitamos reorientar el sistema de salud hacia la salud pública y la atención comunitaria.

Asimismo, y a tenor de esta experiencia, es preciso:
  • incrementar la inversión en innovación (con principios éticos)
  • reforzar las industrias manufactureras en producciones críticas para que dispongamos de una reserva estratégica
  • reorientar la industria farmacéutica, que ha ignorado tradicionalmente los antibióticos y antivíricos
  • fomentar una investigación que priorice los cuidados ꟷpersonales y a distanciaꟷ a nuestros mayores, por medio de herramientas tecnológicas incluyentes

Porque como asegura Finkielkraut: “La vida de un anciano vale tanto como la de una persona en plena posesión de sus capacidades. La afirmación de este principio igualitario […] muestra que el nihilismo aún no ha vencido y que seguimos siendo una civilización”.