Hace mucho tiempo escribí que los médicos, de algún modo, algo hemos hecho mal al explicar a la sociedad en qué consiste realmente nuestra profesión. No hemos sabido transmitir con claridad ese finísimo hilo que separa la vida de la muerte ni los instantes —a veces de apenas segundos— en los que la competencia, la serenidad o la pericia de un médico cambian el destino de una persona. Quizá, si lo hubiéramos explicado mejor, hoy no tendríamos que lamentar el aumento de agresiones ni la incomprensión persistente de muchos responsables políticos respecto al papel real del médico dentro del sistema sanitario.

Estos días, en un país en el que ha habido una huelga de médicos y en el que ya se ciernen los nubarrones de otra, mientras la vida asistencial continúa sostenida por el compromiso de los profesionales, conviene recordar que el sistema sanitario no se sostiene solo sobre hospitales y quirófanos. La atención primaria y la salud pública forman una parte esencial de ese engranaje, y en ellas el médico de familia es un pilar de cohesión y justicia social. Sin ese primer nivel fuerte, el modelo universal, público y gratuito —con todas las matizaciones que conlleva la palabra “gratuito”— pierde estabilidad y sentido.

El valor de uso del médico es la utilidad real que aporta a la vida de las personas. Y esa utilidad es inmensa, concreta y tangible. Pensemos en una hemorragia inesperada durante una intervención. En cuestión de segundos la vida se escapa. La mano experta del cirujano identifica el origen, controla el sangrado y restablece el equilibrio. Ese gesto técnico, aprendido tras años de formación y sacrificio, es la frontera entre la vida y la tragedia. O imaginemos la decisión crítica de un anestesista que debe intubar a un paciente con una vía aérea difícil. No hay tiempo, no hay margen. Solo conocimiento, habilidad y serenidad. La vida del paciente depende de ello. Recordemos también una parada cardiorrespiratoria: órdenes cortas, compresiones firmes, una carrera contrarreloj donde cada segundo cuenta. O la escena silenciosa en la que un oncólogo infantil comunica a unos padres que su mundo acaba de romperse. No hay manual que alivie ese momento ni palabras que lo suavicen.

En cualquiera de estos escenarios —quirófano, urgencias, planta, consulta o centro de salud— el médico sostiene lo esencial: la vida, la dignidad y la esperanza de las personas.

El valor de coste del médico es enorme. Para poder controlar una hemorragia, intubar un paciente crítico, manejar una parada o acompañar en la tragedia, la sociedad debe formar a un profesional durante más de una década: carrera universitaria, oposición MIR, años de residencia, guardias interminables, renuncias familiares y una responsabilidad que no desaparece nunca.

Es un coste personal, sí, pero también social. Recursos públicos, docentes, hospitales, investigación, supervisión. Una sociedad que presume de un sistema sanitario sólido debería proteger esa inversión, no agotarla ni darla por hecha.

Y es en el valor de cambio —retribución, estabilidad, reconocimiento— donde la contradicción se vuelve más evidente. Un médico puede ver cincuenta pacientes al día y, si midiéramos la remuneración por acto, no llegaría al euro. Sin embargo, por cada uno de esos actos respondemos con pólizas de responsabilidad civil profesional que cubren hasta tres millones de euros. Esa es la brecha: responsabilidad inmensa, reconocimiento escaso.

A esto se suma una precariedad laboral muy superior a la de otros países europeos, un modelo retributivo obsoleto y una falta crónica de tiempo para la formación continuada. Y, como si fuera poco, el crecimiento de las agresiones —físicas, verbales y también administrativas— que evidencia que algo profundo se está rompiendo.

¿Qué significa para un médico llegar a la huelga? Significa haber agotado todas las alternativas. Significa que un profesional que ha dedicado su vida a aliviar el sufrimiento humano se ve obligado a interrumpir parte de su actividad para proteger precisamente aquello que da sentido a su vocación: la calidad asistencial, la dignidad profesional y la seguridad de los pacientes.

Para un médico, ir a la huelga no es un acto de comodidad ni de confrontación. Es un estado de última desesperanza, una decisión que se toma con un nudo en el estómago y una carga moral enorme. Nadie que haya jurado proteger la vida humana se siente cómodo dejando de atender durante unas horas. Lo hacemos porque sabemos que, si no se corrigen los problemas estructurales, mañana podremos atender peor que hoy. Y eso es inaceptable.


"Los médicos no somos un eslabón más intercambiable dentro del sistema; no por soberbia ni por privilegio, sino porque sobre nosotros recae, de forma directa y última, la responsabilidad clínica, diagnóstica y terapéutica"



En pleno siglo XXI, quien no entienda que la atención al paciente debe ser multidisciplinar no ha entendido nada. Pero quien no comprenda que esa acción multidisciplinar debe estar liderada por el médico, tampoco. Y es precisamente aquí donde muchos médicos estamos profundamente cansados. Cansados del incesante empeño por alcanzar atribuciones sin tener las competencias necesarias para ejercerlas. Cansados de la confusión deliberada entre colaboración profesional y sustitución irresponsable. Y cansados, también, de que se nos diluya en un concepto genérico de “trabajadores sanitarios” que borra la especificidad, la responsabilidad y la exigencia extrema que conlleva ser médico.

Los médicos no somos un eslabón más intercambiable dentro del sistema. No por soberbia ni por privilegio, sino porque sobre nosotros recae, de forma directa y última, la responsabilidad clínica, diagnóstica y terapéutica. La decisión que no admite error. La firma que responde ante la vida, ante el paciente y ante la sociedad. Confundir competencias no es modernizar el sistema: es poner en riesgo la seguridad clínica.

La colaboración entre profesionales es imprescindible. La usurpación de funciones, no. Y la dignidad profesional empieza por llamar a cada cosa por su nombre: somos médicos. Y ejercer la medicina implica una formación, unas competencias y una responsabilidad que no se improvisan ni se delegan.

Por eso reclamamos un estatuto marco que reconozca las particularidades y la especificidad del ejercicio profesional médico, que ordene con claridad nuestras funciones y responsabilidades y que garantice un marco estable para desarrollar una labor que, en cada decisión crítica, implica la vida y la dignidad de las personas. Y esto no es una ventaja corporativista. Muy al contrario, responde a una responsabilidad que se deriva de nuestro conocimiento y nuestras competencias y que tiene un único objetivo: la seguridad clínica.

Pedimos a los responsables políticos una mirada larga, no electoral. Les pedimos que cuiden a quienes cuidan. Que fortalezcan el sistema en su conjunto —hospitales, atención primaria, salud pública— y devuelvan dignidad a los profesionales.

Pero, llegado a este punto, sigo reconociendo aquello que dije hace años y que hoy cobra más sentido que nunca: algo hemos hecho mal. Algo no hemos sabido explicar. La sociedad no ha comprendido del todo que nuestra única vocación —la que nos llevó a muchos con apenas 18 años a elegir este camino— es ayudar a los demás hasta el límite de nuestros conocimientos y de nuestras competencias. Todo lo que somos, todo lo que aprendemos, toda nuestra formación y todo nuestro esfuerzo están puestos al servicio de una sola idea: que cada enfermo esté seguro en nuestras manos.

Porque ser médico no es solo una profesión. Es un compromiso que atraviesa toda una vida. Un compromiso con el conocimiento, con la prudencia, con la compasión y con la responsabilidad última sobre el ser humano vulnerable que confía en nosotros. Como escribió Hipócrates hace más de dos mil años: "Donde hay amor por la humanidad, hay amor por el arte de la medicina". Y ese amor —exigente, responsable y profundamente humano— es el que hoy nos obliga a alzar la voz, no para defender privilegios, sino para proteger a los pacientes y la esencia misma de la medicina.