Crecen las tensiones atribuibles a la
crisis migratoria, uno de los principales
problemas para buena parte de la opinión pública española. Una percepción
que, cada vez más, es objeto de
confrontación social y, lamentablemente, de
crispación—en lugar de debate-- partidista.
Enfrentamientos entre quienes reconocen la
emigración como uno de los
derechos humanos fundamentales y los que consideran que primero son los de
casa a la hora de acceder a los
servicios públicos y a disfrutar del
estado del
bienestar.
Claro que, en la práctica, tales argumentos sirven más para justificar actitudes
previas que para tratar de solucionar o siquiera paliar los problemas – ilusorios
y reales— que comporta la aceleración de unos
movimientos migratorios que,
además, son cada vez más intensos.
Y resulta que los humanos –bastantes, al menos— estamos predispuestos a
recelar de los “otros”. Una actitud probablemente generada en los tiempos de
las bandas y clanes del
periodo paleolítico y que los evolucionistas teóricos de la historia del lenguaje justifican al considerar que inicialmente sirvió para hacer amigos, para reconocer a los nuestros, para procurarnos nuestra
identidad social.
Propensión ancestral que probablemente fuera ventajosa en aquellas épocas
como lo fue la
resistencia a la insulina, pero que en nuestros tiempos no solo
no lo es, sino que en muchas ocasiones resulta negativa y potencia un temor a los “otros “que excita la
xenofobia y restringe las ventajas que la inmigración puede proporcionar a los autóctonos.
"La experiencia de los mediadores sanitarios es un ejemplo de implicación de algunos inmigrantes en las responsabilidades sanitarias"
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Porque la emigración ha sido constante desde los inicios de la
especie humana. Lo que ha permitido su subsistencia y su propagación por todo el planeta, además del
enriquecimiento cultural y el progreso social, a pesar de los conflictos asociados a la colonización y a la
globalización.
Una inmigración que no para de crecer, lo que –junto al
turismo-- supone un
incremento vertiginoso de la globalización y un aumento notorio del
producto
interior bruto, si bien a costa de tensionar la capacidad de los
servicios públicos que no se adaptan ágilmente a las nuevas demandas, tanto cuantitativas como cualitativas, gracias, también, a las irregularidades en la ocupación de una
mano de obra explotada en exceso.
Por ello, las invocaciones a la expulsión o a una regularización aminorada no
son del todo verosímiles, sino más bien una profilaxis seguramente fallida de
eventuales
reivindicaciones laborales o sociales de los nuevos inmigrantes.
En cualquier caso y dado que no parece que la tendencia migratoria se reduzca —al menos si no estalla un
conflicto bélico mundial— lo que resulta más conveniente es gestionar mejor la
crisis migratoria y, en este sentido, la
sanidad y la
salud pública podrían jugar un papel positivo.
Entre otras cosas porque de los diversos
patrones epidemiológicos de los
distintos colectivos emigrantes y de los tipos de utilización de los servicios
sanitarios, disponemos de bastante información, pero sobre todo porque la
experiencia de los
mediadores sanitarios es un ejemplo de implicación de
algunos inmigrantes en las responsabilidades sanitarias.
También porque el ámbito de la sanidad es, probablemente, uno de los que los
inmigrantes ven con mejores ojos para una eventual asimilación y porque,
además, es un ámbito en el que pueden actuar como
agentes de salud pública,
implicándose en las actividades de protección y de promoción colectivas de la
salud comunitaria, como nos han explicado los colegas del
centro de salud
pública de Elche en la comunicación: 'Mediación intercultural y salud pública:
experiencia pionera de un centro' realizada en la XLII reunión científica de la
Sociedad Española de Epidemiología celebrada hace pocos días en
Las Palmas de Gran Canaria.
Una iniciativa para que tanto inmigrantes como autóctonos asumamos
efectivamente nuestra responsabilidad como miembros de la comunidad, que
es una característica imprescindible para sobrevivir de las
especies de animales sociales como la nuestra.
Lo que nuestros gobernantes y dirigentes partidarios no pueden ni deben obviar es que hacer frente al fenómeno migratorio con una
perspectiva integradora de los recién llegados implica necesariamente una mayor
priorización de los recursos públicos (sanitarios, educativos y de soporte social) que viabilizan nuestros estados de bienestar.
En definitiva, es preciso que, especialmente en
Europa, se visualice la inmigración no como una amenaza si no como un elemento potenciador de la robustez, en términos de
recursos, accesibilidad y organización, de nuestros servicios públicos.