Esta semana tuve la ocasión de participar en unas jornadas de Medicina y Derecho, organizadas por la Fundación Tejerina, referente en investigación, docencia e innovación en ciencias de la salud y en la lucha contra el cáncer de mama, cuyo Presidente el Profesor Doctor Armando Tejerina, junto a sus hijos Antonio y Alejandro, prestigiosos especialistas, hacen posible, mediante la organización de unas valiosas jornadas de encuentro entre la Medicina y el Derecho.

El evento giraba en torno a la Objeción de conciencia sanitaria, contando con invitados referentes del mundo del Derecho y la Medicina, como el Magistrado del Tribunal Supremo Antonio del Moral, El Presidente de la Academia Médico Quirúrgica Española, Luis Ortiz Quintana, y el conocido Psiquiatra Forense José Cabrera.

Llevando la temática de la objeción de conciencia al mundo asistencial debemos partir de la base legal de que la determinación de los sujetos receptores de la prestación de la asistencia sanitaria en España, con cargo a fondos públicos, a través del Sistema Nacional de Salud, corresponde al legislador y la efectividad del acceso a la asistencia sanitaria en el Sistema Nacional de Salud, obliga a la totalidad del personal a su servicio, que, de acuerdo con el Estatuto Marco del Personal Estatutario de los Servicios de Salud, tiene como primer deber «respetar la Constitución, el Estatuto de Autonomía correspondiente y el resto del ordenamiento jurídico», pudiendo siempre plantear cualquier oposición o disconformidad con la norma a través de los cauces y con los procedimientos establecidos legalmente, sin que entre esos cauces se encuentre, de ordinario, la objeción de conciencia. En el ámbito sanitario se traduce este derecho, cuando concurre, en la negativa de los profesionales sanitarios a realizar una determinada prestación sanitaria por ser contraria a su conciencia, es decir, un conflicto entre el deber del objetor a obedecer a su conciencia, y el de ese mismo objetor, en tanto profesional de la sanidad, a atender sus obligaciones como empleado público.

Pero la pregunta en el debate fue ¿cuál es la inserción y reconocimiento normativo de este derecho? En la actualidad y tras el respaldo del mismo Tribunal Constitucional parece evidente que la naturaleza jurídico-constitucional de la objeción de conciencia sanitaria es la de un derecho fundamental, que forma parte del contenido esencial de las libertades del artículo 16 de la Constitución (libertad ideológica y religiosa) y más en concreto de la libertad de conciencia, como núcleo común de ambas libertades.

Pero la realidad es que no es fácil vincular profesión médica y objeción de conciencia. Siendo esta última un planteamiento ético moral, en el terreno de la primera, resulta obligado el examen de la normativa deontológica de la profesión médica.

El Código de Deontología Médica, de la Organización Médica Colegial (edición 2022), lo trata en el Capítulo VI, artículos 32 a 34, comenzando, en el primero de ellos, con una sencilla pero certera definición: “La objeción de conciencia es la negativa del médico a someterse, por convicciones éticas, morales o religiosas, al cumplimiento de obligaciones legales o reglamentarias, siempre que su ejercicio no impida la protección de derechos reconocidos por la ley” (art. 32).

Hace, a continuación, unas interesantes precisiones describiendo este derecho como de ejercicio individual, proscribiendo la objeción colectiva, sin admitir tampoco la posición objetora respecto de quien no tenga intervención directa en el acto objeto de objeción (art. 33).

Diferencia el Código Deontológico Médico la objeción de conciencia de la objeción de ciencia, asunto no siempre considerado, en el sentido de declarar que en este último caso se ejerce dicha objeción al amparo del derecho a la libertad de método y prescripción, como podría ser el caso de querer obligar a un médico a llevar a cabo determinada actuación sin aquellos preliminares asistenciales que aquel considera garantía imprescindible, o a realizar acciones clínicas que considere perjudiciales a su destinatario (art. 34).

Recoge el Código precisiones acerca de la obligación de declarar la condición de objetor anticipadamente y por escrito, y del tratamiento de la objeción sobrevenida, aspectos ambos hoy de especial consideración en la reciente normativa reguladora de la eutanasia o la reforma de la ley del aborto.

La objeción de conciencia debe ir referida a acciones clínicas concretas y no a personas, cuando expresa que nunca puede significar un rechazo a la persona que la solicita, ya sea por razón de su ideología, edad, etnia, sexo, hábitos de vida o religión. Incluyendo una referencia complementaria en el artículo 5.3, según la cual el médico que legalmente se acoja al derecho de huelga o a la objeción de conciencia “no queda exento de sus obligaciones profesionales hacia los pacientes, a quienes debe asegurar los cuidados urgentes o inaplazables”.

En coherencia, el artículo 10.7 establece que: “El médico debe respetar las convicciones del paciente y abstenerse de imponerle las propias”, lo que delimita aún más el equilibrio entre el derecho del médico y el respeto debido al paciente.

Si bien es verdad que, al menos con las referencias citadas, no puede ignorarse explícitamente la realidad de la objeción de conciencia, lo cierto es que su presencia no deja de multiplicar los interrogantes y expandirlos, lo que es claramente contrario al principio de seguridad jurídica, y ello debido básicamente a tres razones...


"Es imprescindible escuchar a quienes están en la primera línea, los médicos y profesionales de la salud, cuya opinión resulta insustituible para evitar que la conciliación entre libertades acabe convirtiéndose en un campo de enfrentamiento"



La primera, la falta de regulación, por parte de los órganos de la Unión Europea, de este derecho, difiriendo la misma a los órganos nacionales y a la legislación interna de los Estados miembros de la Unión, hecho este que también ha sido interpretado de forma restrictiva por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos.

La segunda, la regulación normativa de la objeción de conciencia sanitaria en materias concretas, en las comunidades autónomas, de forma diferente, lo que rompe con el tratamiento unitario de la cuestión.

Y, por último, la adopción de criterios no siempre uniformes por nuestros altos tribunales e incluso por el Tribunal Constitucional. Sigue existiendo una tensión constante entre el derecho a la libertad de conciencia del profesional y el derecho del paciente a acceder a una prestación sanitaria reconocida por la ley. Por eso, tanto el aborto como la eutanasia siguen siendo objeto de ajustes legislativos y de recursos judiciales que buscan aclarar los límites.

Expuesto lo anterior, en mi criterio, la presencia – o su negación – de la objeción de conciencia en los ordenamientos jurídicos contemporáneos presenta muchas más dificultades que las meramente derivadas de la comprobación de si el legislador ordinario las acepta, las rechaza, o guarda silencio sobre ella.

Dificultades que se acrecientan cuando nuestras sociedades se hacen progresivamente más heterogéneas, plurales y multiculturales. No resuelve el problema el mero hecho de verificar hasta qué punto la objeción se ha incluido en una determinada ley ya dada.

Si, con acierto, se ha podido afirmar que los derechos fundamentales no son creados por la Constitución, en cuanto su contenido es anterior a ésta, aunque sea el poder constituyente quien los positiviza en un texto, algo análogo habrá de afirmarse con la objeción de conciencia, incluso en el supuesto hipotético de que se admitiera que no ostenta la condición de derecho fundamental. Corresponde al poder constituyente, en primer lugar, establecer positivamente en qué hipótesis determinados imperativos de conciencia pueden aducirse como válidos para la exención del correlativo deber: así lo hizo el constituyente español en el artículo 30 de la Constitución, al referirse al servicio militar obligatorio.

El hecho de que la Constitución haya previsto tan solo esta modalidad de objeción, al margen de la cláusula de conciencia del artículo 20 de la misma no impide, obviamente, que el poder constituido, esto es, el legislador ordinario, admita y regule otros supuestos de objeción, como se ha hecho para el aborto o la eutanasia, por ejemplo.

Los dilemas de aplicación del Derecho Sanitario tienen especial dificultad para solventar situaciones extremas como las del principio y fin de la vida, agudizándose hasta el punto de seguir siendo objeto de ajustes legislativos y de recursos judiciales que buscan aclarar los límites tanto en la regulación de la eutanasia como en la reforma de la ley del aborto. Para muestra, un botón con el reciente informe del pasado 25 de septiembre del Instituto de las Mujeres, dependiente del Ministerio de Igualdad, que ha abierto un intenso debate al proponer acotar la objeción de conciencia en casos “críticos” para garantizar el acceso efectivo a la interrupción voluntaria del embarazo en la sanidad pública. Dicho informe denuncia al colectivo de profesionales de la ginecología que se acogen a la objeción, lo que obliga a derivar a las mujeres a clínicas privadas, entendiendo que esta objeción de conciencia es un obstáculo colectivo que limita el ejercicio de un derecho legalmente reconocido.

En el debate sobre la objeción de conciencia sanitario nos enfrentamos a un conflicto particularmente delicado: el choque entre dos derechos fundamentales. No es posible, ni sería legítimo, que uno prevalezca de manera absoluta sobre el otro. El derecho de la mujer a acceder a prestaciones como la interrupción voluntaria del embarazo —consagrada en la cartera de servicios del Estado— exige que sea el propio Estado quien garantice su ejercicio. Pero esa garantía debe construirse siempre conciliando el derecho igualmente fundamental del médico a la libertad de conciencia.

Y lamentablemente se sigue creando y aplicando estas normativas al margen de los profesionales sanitarios, reduciéndolos a meros “agentes” del sistema. Lo que es un error profundo: no se puede olvidar que estamos ante un dilema moral de enorme calado, en el que se confrontan el derecho a la disposición de la propia vida, basado en la libertad individual, y el libre albedrío del profesional sanitario que debe ejecutar esas decisiones.

Por ello, cualquier regulación, modificación o adenda requiere suma cautela. No basta con reconocer derechos sobre el papel: es imprescindible escuchar a quienes están en la primera línea, los médicos y profesionales de la salud, cuya opinión resulta insustituible para evitar que la conciliación entre libertades acabe convirtiéndose en un campo de enfrentamiento.