Gaspar Llamazares, promotor de Actúa
La salud en todas las políticas
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29 ago. 2018 11:50H
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Parece que entre las prioridades del Gobierno central está la recuperación del derecho universal a la atención sanitaria pública y la revisión del copago farmacéutico, en particular a los pensionistas. Es sin lugar a dudas una de las medidas imprescindibles para desmontar el andamiaje conservador puesto en marcha por el gobierno Rajoy con la excusa de la crisis.

Para cumplir con lo primero, el Ejecutivo ha propuesto medidas en el Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud (SNS). Posteriormente ha enviado un borrador de decreto a los gobiernos autonómicos, dando un plazo para recoger sus aportaciones. Hasta aquí todo parece correcto en un sistema sanitario descentralizado y cooperativo. Lo que no resulta tan comprensible es la exigencia por parte de las comunidades autónomas (CCAA) gobernadas por el PP de una memoria económica previa sobre el coste de la medida.

En primer lugar, porque el RD 16/2012, que está en el origen de la exclusión sanitaria y que contemplaba otras muchas medidas, no contó con tal evaluación económica, por mucho que se la exigiéramos entonces desde la oposición. Lo que sí se cuantificó fue el coste del llamado “turismo sanitario”, tras el cual se ocultó la exclusión de más de setecientos mil sin papeles de la atención primaria y sus consecuencias en salud pública y en la atención de urgencias. También se cuantificaron los posibles ingresos adicionales del copago farmacéutico sin tener en cuenta su influencia en el abandono de la medicación en los sectores de pensionistas y menores rentas, con el consiguiente deterioro de sus procesos crónicos y pluripatológicos. En segundo lugar, porque la inclusión del colectivo mayoritariamente joven de las personas sin papeles en la atención primaria, como se pretende, lejos de suponer un coste adicional al sistema, significará un ahorro económico y de salud pública en cuanto a la prevención del agravamiento, la propagación y la cronificación de sus procesos, la mayoría de ellos agudos.

Sin embargo, lo que en mi opinión sí merece valoración es la vía que adopta inicialmente el borrador del Gobierno para reponer la atención sanitaria y farmacológica a los colectivos hasta ahora excluidos, y si ésta supone la efectiva universalización de la sanidad pública, como hemos venido reclamando múltiples colectivos sanitarios y de derechos humanos. En este sentido, sorprende el mantenimiento en el borrador inicial de la vinculación de la asistencia sanitaria a la condición de asegurado o beneficiario, desaprovechando con ello la oportunidad de reconocer la salud como derecho de ciudadanía en desarrollo de la Constitución, la Ley general de Sanidad y las leyes de servicios de salud de las respectivas CCAA.

Para ello, el borrador se limitaba a modificar la Ley de Cohesión Sanitaria del gobierno Aznar, sin tener en cuenta medidas posteriores ni tampoco la necesidad, después de los decretos de 2012, de superar definitivamente los restos del antiguo modelo de seguro y beneficencia, aprovechados para la involución sanitaria por parte del gobierno del PP.

Finalmente, hay que aplaudir la rectificación en el texto definitivo al vincular el derecho a la salud a la residencia como derecho de ciudadanía. No solo se repone con ello el derecho perdido, sino que se avanza en relación a toda la legislación que desde la Ley de Sanidad ha mantenido la ambigüedad del aseguramiento. Por otro lado, se establece en el texto definitivo del decreto un copago farmacéutico uniforme para el colectivo sin papeles del 40%, renunciando implícitamente a los cambios necesarios en el contenido de los copagos existentes.

Da la impresión que otros aspectos del real decreto, susceptibles de reforma o derogación, y los consiguientes debates sobre la oportunidad y el coste de las mismas: la exclusión de medicamentos de la financiación pública, la pérdida de cobertura sanitaria de los españoles en el extranjero... se dejan para ocasión mas propicia. De hecho, el debate del copago tiene mucho que ver con el previsible coste (nada menos que de cientos de millones de euros) que significaría su derogación total o parcial, al tiempo que con la posibilidad de tener mayoría para aprobarlo en el Congreso de los Diputados. Pero, sobre todo, el RD 16/2012, mas allá de su intrincado nombre de “Medidas urgentes para garantizar la sostenibilidad del SNS y mejorar la calidad y seguridad de sus prestaciones”, más allá del señuelo del turismo sanitario, más allá también del engañoso ropaje de medidas de urgencia ante la crisis y sus consecuencias sobre los ingresos y el gasto sanitario público, ha supuesto el intento más serio de cambio de modelo y regresión del modelo sanitario universal que se haya puesto en marcha desde la aprobación de la Ley General de Sanidad de mediados de los 80.

Una ley básica consolidada y desarrollada luego con las transferencias sanitarias a las CCAA, la financiación con cargo a impuestos de 1999, las leyes de Cohesión y de Autonomía del Paciente y la adicional sexta de Ley de Salud Pública que culminó la universalización de la atención sanitaria en 2011.

No se trataba, pues, tan solo de ahorro y por tanto de un recorte del catálogo de prestaciones, del copago de fármacos y productos sanitarios, de la exclusión de colectivos con respecto a la cobertura sanitaria o de las medidas en materia de personal sanitario sin tener en cuenta sus consecuencias en salud, pero también económicas y sociales. Medidas que, por otra parte, nos muestran una vez más el amplio margen que poseen los gobiernos centrales, sea cual sea su signo político, en las políticas sanitarias relativas al personal del sistema, farmacia y productos sanitarios, tecnologías, etc., sin perjuicio de las responsabilidades de gestión de las CCAA y de sus respectivos servicios de salud. Se trataba, ante todo, de sustituir, al calor de la crisis, un SNS de cobertura universal y como derecho ciudadano, por un modelo de seguro ligado al empleo y a la condición de asegurado o de beneficiario, obligando a los que quedaban fuera a suscribir uno privado o a declararse pobres para tener asistencia sanitaria, recuperando la noción ya casi olvidada de la antigua  beneficencia en la sanidad española.

Una regresión sin precedentes que el gobierno de Mariano Rajoy no pudo culminar por la fuerte resistencia parlamentaria (el borrador inicial tuvo que sufrir más de setenta correcciones técnicas y enmiendas en aspectos que agravaban mucho más la exclusión sanitaria), política, profesional y ciudadana, pero también por la inercia en el funcionamiento, como servicio público consolidado, del SNS y por buena parte de los gobiernos de las CCAA. En ese sentido, las medidas conservadoras no han podido desmontar el SNS como pretendían.

Frente al prejuicio que pone en cuestión la descentralización del SNS y su gestión por las CCAA, éstas fueron en esta ocasión una de las trincheras de defensa de la equidad y universalidad frente al intento de desmontar el modelo universal. No habría que olvidarlo para no caer en la crítica fácil ante cualquier problema sanitario atribuyéndolo al modelo descentralizado de las CCAA, o como sucedáneo a la tan manida descoordinación. Tampoco para pasarles la pelota en un reconocimiento del derecho a la salud que requiere más claridad y compromiso por parte del Ministerio de Sanidad.

En resumen, que muchos ciudadanos y profesionales creemos que la derogación del RD 16/2012 y el efectivo reconocimiento legal y sin ambigüedades de la salud como derecho ciudadano son obligados si para ello se trata de retomar y consolidar el modelo del Sistema Nacional de Salud.

Lo de las mutualidades de funcionarios sería otro capítulo de la universalidad que habría que abordar declarándolas a extinguir, como ya contemplaba hace décadas pero éxito alguno, la Ley general de Sanidad. Como muchas cosas que se atribuyen a la Transición, el incumplimiento vino después.

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