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19 may. 2020 15:40H
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A mi entender un idioma es muy parecido a un ecosistema biológico. En el primero, las palabras equivalen a los organismos vivos que forman el segundo, se agrupan en frases que son como las diversas especies y están sujetas a modificaciones y mutaciones que van provocando la evolución que se produce en ambos casos. De esta forma se extinguen individuos y especies igual que palabras y formas de hablar.

También los cambios y las mutaciones dan lugar a individuos y palabras nuevas que, con mayor o menor dificultad, contribuyen a que ni el idioma ni los sistemas biológicos sean estructuras estáticas.

Estas modificaciones no son homogéneas en todo el territorio donde se habla el mismo idioma ni donde se asienta un ecosistema. En el caso de nuestra lengua, el español, es muy evidente que en lugares de América persisten palabras que en España han desaparecido y por el contrario incorporan otras nuevas diferentes en cada uno de los países.

Muchas de esas transformaciones forman parte de lo que podríamos denominar como evolución natural: especies biológicas que se adaptan a modificaciones naturales de su hábitat o palabras que adoptan los que hablan una lengua para denominar conceptos que antes no existían. Alguien, muchas veces de forma anónima, las inventa y los demás las utilizan de forma espontánea.

En un momento determinado esas nuevas palabras tienen que ser aceptadas por las autoridades académicas correspondientes y se incorporan con pleno derecho al acervo del idioma en cuestión. Es decir, el cambio se produce de abajo a arriba, por decirlo de alguna manera. Un ejemplo paradigmático es la palabra futbol (o fútbol, que ambas se aceptan) que tiene una buena traducción como balompié que nadie usa –cuando buscas balompié en el diccionario de la Real Academia de la Lengua te remite a futbol-. Es curioso que esto no haya ocurrido con palabras de la misma raíz como baloncesto o balonmano por seguir con algunos ejemplos deportivos.

Sin embargo otras veces los cambios no se producen de forma natural sino que obedecen a intereses que interfieren con la evolución que cabría esperar del ecosistema o del idioma. El homo sapiens ha modificado para su beneficio todos los ecosistemas con los que ha tenido contacto desde su propio origen como especie. Ha sido, y sigue siendo cada vez con más capacidad, el máximo responsable de la desaparición de la mayoría de las especies que se han extinguido y también de las modificaciones de otras, tanto en el reino animal como en el vegetal para obtener mayor provecho de ellas.

En el idioma ocurre lo mismo. Hay cambios que se producen obedeciendo a intereses concretos de individuos o corporaciones y que se imponen de arriba abajo, con mayor o menor aceptación por parte del resto de individuos que los deben utilizar en su día a día. En estos tiempos en los que se pone en evidencia la necesidad de una igualdad entre los hombres y las mujeres que forman la especie humana, se apela a que el idioma también muestre esa igualdad sin dejar de lado al género femenino como se propugna desde algunos sectores sociales y políticos.

El problema es que nuestro idioma ya contempla esa igualdad y cuando se habla de todos en un colectivo donde hay hombres y mujeres, ese todos incluye ambos hombres y mujeres. El lenguaje inclusivo obliga a decir todos y todas para que nadie se sienta excluido, pero así solo se consigue complicar el discurso, a veces hasta situaciones grotescas, como cuando hay que repetir la dualidad varias veces en una misma frase.

Otra imposición por interés es la que obliga a modificar denominaciones porque pueden resultar ofensivas para ciertas personas o colectivos. Es muy evidente en las formas que tenemos que adoptar para referirnos a individuos de ciertas razas que tienen un color de piel distinto a otras. Igual de ofensivo debe ser llamar negro o blanco a las personas de las correspondientes razas. No sé si es peor llamar afroamericanos (¿habría que decir también afroeuropeos?) o personas de color a los sujetos de raza negra ¿o tampoco existe ya la raza negra? ¿Cómo describimos a un sujeto por el color de su piel, que no tiene nada ofensivo, sea cual sea? También cambia la forma de llamar a las personas que tienen una limitación física o intelectual que les impide desarrollar facultades que otros no tienen mermadas.

Se han usado denominaciones como discapacitados o minusválidos que hoy en día se consideran ofensivas cuando lo único que hacen es señalar una diferencia que esas personas tienen respecto a las otras. Si yo no puedo andar o correr como los que no tiene esa limitación me etiquetan como persona con movilidad reducida. Para el que escribe estas líneas, que está en esa situación, no tiene nada de ofensivo que se me considere como minusválido, que lo único que expresa es que tengo menos valía o capacidad para hacer algunas cosas. Una cosa es ofender y otra distinta señalar tu peculiaridad.

La corrección política aplicada al idioma también se aplica en otras circunstancias como en la Medicina. Muchas enfermedades se denominan con el nombre de la persona o personas que las descubrieron o que realizaron una aportación fundamental para su conocimiento o tratamiento.


"Se ha considerado que algunas enfermedades como el síndrome de Wegener o el de Asperger deben cambiar su nombre por la relación con el régimen nazi de los facultativos alemanes que los describieron"


Se ha considerado que algunas enfermedades como el síndrome de Wegener o el de Asperger deben cambiar su nombre por granulomatosis con poliangeitis y alteración del espectro autista respectivamente por la relación con el régimen nazi de los facultativos alemanes que los describieron.

En el caso de las pandemias también se ha modificado la forma de nombrarlas por intereses ajenos a los científicos y sujetos a la corrección política. A lo largo de la historia ha habido muchas pandemias provocadas por distintos agentes infecciosos que han generado más muertes que todas las guerras juntas. Para los intereses de este artículo sólo me voy a referir a la pandemia por COVID-19 que estamos padeciendo en la actualidad y a la gripe de 1918.

Los coronavirus han sido responsables de algunas epidemias recientemente. En 2002, el SARS-COV (síndrome respiratorio agudo grave-coronavirus, por sus siglas en inglés) que se originó en Canton. En 2012 el MERS-COV (síndrome por coronavirus de oriente medio, también por sus siglas en inglés) que comenzó en Arabia Saudita. En 2019 se originó la pandemia que nos afecta en la actualidad conocida como COVID-19 (enfermedad por coronavirus de 2019).

Como los primeros casos se relacionaron con un mercado de pescado de la ciudad china de Wuhan, inicialmente se la denominó como coronavirus de Wuhan. Por no estigmatizar a dicha población, y a China entera por extensión, se cambió el nombre por el de SARS-COVID-2 para distinguirla de la anterior y posteriormente al más aséptico de COVID-19 que es el que se mantiene en la actualidad.

Las cifras de afectados y fallecidos se incrementas día a día a distintas velocidades según los países y probablemente el número de casos reales sea diez veces mayor al que comunican las autoridades sanitarias como demuestran los estudios de prevalencia por serología.

La otra pandemia donde interviene el idioma es la gripe de 1918-19. Se desencadenó nada más terminar la primera guerra mundial y causó entre 50 y 100 millones de fallecidos, la mayoría personas jóvenes, a diferencia de lo que ocurre con el COVID-19.

Los muertos por la guerra fueron entre 9 y 10 millones. Hoy sabemos que el responsable fue un virus influenza H1N1, pero en aquel momento el diagnóstico se hacía exclusivamente por los síntomas. No está claro donde se originó esta pandemia - Francia, China, Estados Unidos- pero desde luego no fue en España. El problema es que a la mayoría de los países no les convenía hablar mucho de la gripe con una población ya muy afectada por los efectos de la guerra y como España fue un país neutral y sí difundía noticias de la enfermedad, se le colgó el sambenito de gripe española. Lo malo es que desde entonces, y en esta época de corrección política con el idioma, nadie se ha ocupado de cambiarle “oficialmente” el nombre y así se la sigue conociendo.

Y lo peor es que tampoco desde nuestro propio país hacemos nada por cambiarlo. Parece que no nos importa ni nos ofende. Nada nuevo: así se ha ido forjando la leyenda negra que nos atribuyen y la denominación de gripe española a una pandemia en la que no tuvimos ninguna culpa es otro jalón más que añadir a la forma en que nos ven los demás.