En 'La misión de la universidad' Ortega, hace ya casi un siglo, nos decía que la función de tal institución debería ser, al menos entonces,
formar profesionales y científicos. Dos funciones de diferente naturaleza y también de distinta
necesidad social. Pero sin olvidar la conveniencia de que ambos propósitos no excluyan una imprescindible y suficiente
cultura general; la que debería ser exigible a cualquier universitario.
Una cultura básica incentivadora de la necesaria --pero sensata—
innovación, imprescindible para adaptarnos a las cambiantes circunstancias históricas y del entorno y a los nuevos retos y necesidades sociales que implican.
En el caso de nuestras
facultades de Medicina (de
Ciencias de la Salud en un sentido multidisciplinar más amplio) no parece que su capacidad innovadora esté, en general, a la altura necesaria. Una insuficiencia que también parecen compartir los organismos e instituciones responsables de la
formación especializada y del
desarrollo profesional continuo.
Las instituciones profesionales y los organismos de la administración responsables de introducir cambios transformadores en los objetivos, organización y contenidos de los
currículos, así como en las estrategias y mecanismos de evaluación, de nuestra
enseñanza universitaria, más que actuar como puntas de lanza de la innovación parecen contribuir a obstaculizarla o, como mínimo, a enlentecerla.
Un ejemplo sobradamente conocido es el de la
Atención Primaria y la
Medicina de Familia. A pesar de que desde hace más de 40 años la
especialidad médica –y recientemente la correspondiente de
Enfermería-- y su programa de formación postgraduada está instaurada oficialmente en España.
|
"Muchos responsables políticos y gestores del ámbito docente siguen aferrados al lema de 'tenemos uno de los mejores sistemas del mundo', olvidando que sus innegables virtudes van desapareciendo"
|
Lo que contrasta con la experiencia de numerosos países que, desde hace ya varias décadas, están incorporando plenamente estas enseñanzas en sus universidades y generando las correspondientes
estructuras académicas y de profesorado. A pesar del prestigio y la consideración que la Atención Primaria ha proporcionado a nuestro
sistema sanitario público, no ha sido hasta hace relativamente poco que nuestros responsables académicos y de la
administración educativa se han empezado a plantear la necesidad de que la Atención Primaria y la Medicina de Familia dejen de estar arrinconadas en el curriculum de Medicina en forma de rotación breve de
prácticas y, en unos cuantos casos, como una asignatura de muy pocos créditos y asuman el
papel formativo protagonista que sin duda les corresponde. En España, aún nos encontramos muy lejos de que se trasladen a la realidad operativa estos propósitos.
Algo muy similar sucede con el ámbito de la
salud pública. En este caso ni siquiera se ha conseguido todavía materializar una mínima plataforma multidisciplinaria entre las especialidades oficiales de las
profesiones sanitarias que, como mínimo, acoja a
médicos,
farmacéuticos,
veterinarios y
enfermeras, que han sido las profesiones tradicionales responsables de la sanidad colectiva local.
Y si nos ocupamos de la
formación especializada, la capacidad innovadora también sigue siendo escasa. Cuando hace ya más de 50 años, se inició el sistema
MIR, nuestro sistema sanitario incorporó uno de los elementos determinantes, si no el principal, para su
progreso científico y modernización organizativa.
Pero a pesar de las virtudes del sistema conocemos, desde hace ya muchos años, los problemas de la
prueba estatal de acceso al sistema MIR, las influencias negativas que tiene sobre la fase de grado, las disfunciones y frustraciones que genera en la
elección de especialidad, que llevan a muchos graduados a repetir una o más veces el examen, los problemas de los residentes en el ámbito laboral, en el terreno docente y en la supervisión del aprendizaje, en la fiabilidad de los procesos de evaluación así como en la
acreditación y reacreditación de las unidades y centros docentes, en el reconocimiento de los tutores o en la planificación de necesidades de especialistas, por no recordar la incapacidad demostrada para instaurar una
formación troncal común para los distintos grupos de especialidades y sin olvidar el protagonismo de las
academias de preparación para un examen MIR que, sin motivación suficiente, se retrasa meses y hace perder un tiempo precioso a los recién graduados.
Ante esta situación muchos
responsables políticos y gestores del ámbito docente, siguen aferrados al lema de “tenemos uno de los mejores sistemas del mundo”, olvidando que sus innegables virtudes van desapareciendo ante el
inmovilismo del que hacen gala desde ya demasiados años.
En el ámbito del desarrollo profesional, además de las administraciones sanitaria y educativa, juegan también un papel relevante las
corporaciones profesionales. La Medicina, como otros campos de conocimiento, está inmersa en procesos acelerados de cambio por el
progreso científico y tecnológico, así como por las
transformaciones culturales y sociales que afectan a la interacción individual y colectiva con los servicios y profesionales sanitarios.
Por ello, la sociedad ha de tener garantías de que es atendida por médicos que adaptan suficientemente sus competencias a las innovaciones y por eso es imprescindible instaurar
mecanismos de recertificación de cumplimiento obligatorio, que sean viables técnicamente y que contemplen acciones correctoras para aquellos casos en los que se detecten problemas competenciales significativos que puedan poner en riesgo la
calidad y seguridad de la asistencia sanitaria prestada.
Para innovar de verdad en
formación médica en España es necesario generar iniciativas basadas en una visión global de las tres fases del
continuum formativo, grado, especialización y desarrollo profesional. Para que ello sea posible se debería partir de un proyecto conjunto de los ministerios responsables de la
educación universitaria y de la
sanidad que, al menos en el nivel de diseño estratégico, contemple el conjunto del proceso y facilite su desarrollo armónico y coherente, evitando interferencias que incidan negativamente en alguna de sus fases, como por ejemplo sucede ahora con la
prueba de acceso al MIR.