El discurso del CEO de Ribera Salud ante el equipo directivo del Hospital de Torrejón, oportunamente grabado y difundido, instándoles a rechazar enfermos “poco rentables” de lista de espera con el fin de mejorar la cuenta de resultados de la compañía, ha producido el natural revuelo político y mediático, a la vez que ha reavivado el eterno debate de la colaboración público-privada en sanidad.

Las palabras de este individuo son tan explícitas e impresentables y admiten tan pocos matices que poco hay que discutir ante semejante barbaridad. Está ordenando al equipo directivo, despedido pocos días después tras sus protestas internas, que aumente el número de enfermos en lista de espera y por tanto los tiempos de espera para la población atendida por el hospital, para de esta forma ahorrar 4-5 millones € a la compañía y que éstos vayan a la cuenta de resultados. Lo que es lo mismo, se les dice a los 150.000 habitantes del área de Torrejón y el corredor del Henares, por cuya asistencia sanitaria la comunidad de Madrid paga una cantidad capitativa a Ribera Salud, que van a tener que seguir esperando para recibir asistencia porque han decidido que el mejor destino de ese dinero, extraído de sus impuestos, son los bolsillos de la compañía. Un crack.


"Lo que nadie puede negar al CEO de Ribera Salud es que es imposible en menos tiempo lanzar argumentos negativos más potentes contra la colaboración público-privada en sanidad"



En el momento de escribir estas líneas, no consta que el CEO haya sido apartado de su cargo sino tan solo retirado del Hospital de Torrejón. Entre las reacciones hay mucha brocha gorda política y poca reflexión seria. Recientes informaciones indican la salida al mercado del dueño francés de Ribera Salud con miras a modificar su estructura accionarial, lo que bien podría explicar las instrucciones de hacer caja desarrolladas “sin complejos” por su CEO.

Los orígenes del modelo Alzira


Hablar de la gestión privada de la sanidad pública (no de los conciertos que no tienen nada que ver) es retrotraerse a la segunda mitad de los noventa. La economía no era nada boyante tras la crisis de principios de la década y la sanidad, todavía centralizada en 10 de las 17 comunidades gestionadas por el Insalud sufría gravemente la escasez de recursos. El debate era más o menos el de siempre, los elevados y crecientes costes de la asistencia sanitaria y la gestión encorsetada sobre todo de la administración central que en la práctica impedía cualquier innovación y comprometía la sostenibilidad del sistema. Todo ello con el Informe Abril de 1991 todavía caliente, que era bien explícito en cuanto a emprender nuevas vías más eficientes. Las comunidades ya transferidas habían iniciado diversos caminos tendentes a facilitar y mejorar la gestión (no está nada claro que a abaratarla) como los consorcios, las fundaciones, etc., sobre bases normativas autonómicas. La ausencia de una legislación estatal quedó obviada por la “Ley 15/1997, de 25 de abril, sobre habilitación de nuevas formas de gestión del Sistema Nacional de Salud”, que ahora se quiere derogar por parte de la izquierda, pero que en su día fue aprobada con el acuerdo de la gran mayoría de las fuerzas políticas (eran otros tiempos).

Fue el pistoletazo de salida de una serie de experiencias que funcionaron mejor o peor, pero con un factor común: las acusaciones de privatización y la bronca política subsiguiente, bien es cierto que siempre matizadas por el color político de los que gobernaban o hacían la oposición. Por poner un ejemplo, los consorcios catalanes por los que se introducía en la gestión de los centros a entidades privadas de muy diverso tipo, no recibieron una sola crítica, mientras que durante bastante tiempo las Fundaciones de Alcorcón o Manacor en territorio Insalud fueron atacadas como paradigma de la privatización de la sanidad, algo que hoy suena simplemente a marciano.

Al final, las presiones políticas y sindicales junto con la decisión de transferir el Insalud a principios de la siguiente legislatura acabaron con la mayoría de las fórmulas contempladas en la ley salvo una: el Sistema de Colaboración Público-Privado (PPP), ensayada por primera vez en la Comunidad Valenciana con el Hospital de Alzira y otros que siguieron. Aunque los índices de satisfacción de la población atendida fueron aparentemente buenos, nunca se consiguió una evaluación del modelo aceptada por todos, sobre todo desde el punto de vista económico, con lo que la mayoría de las concesiones de gestión en aquella comunidad han sido ya revertidas por gobiernos de ambos signos.

Hoy quedan experiencias de colaboración público-privada en varias comunidades gestionadas por diversas empresas y siempre con polémica. Ni siquiera hay consenso sobre que el hecho de encargar la gestión a un grupo privado en España abarate o no los costes (los estudios de otros países tienen poco o nada que ver) sin que las afirmaciones de la ministra de que los procesos son tres veces más caros que en los centros públicos, como casi siempre, soporten el más mínimo análisis.

Pros y contras de las concesiones privadas en la sanidad pública


¿Son intrínsecamente perversas estas concesiones para la sanidad pública? Como todo en esta vida tienen sus ventajas y sus inconvenientes, una vez abstraídos del barullo político acompañante. A primera vista para el servicio de salud que se lance por este camino promete hacer la vida mucho más sencilla. La Comunidad de Madrid pudo inaugurar a principios de siglo, en una sola legislatura, nada menos que siete hospitales nuevos con distintas formas de gestión, con lo que se compensaron faltas previas de inversión y se ahorraron años y esfuerzos al sistema ya que, por el procedimiento tradicional, el tiempo transcurrido entre que se anuncia un hospital y se inaugura suele superar con mucho la década (el último inaugurado por el INGESA en Melilla fueron 20 años). Por si fuera poco, la labor de las autoridades sanitarias pasa básicamente de responsabilizarse de la gestión del día a día a fijar los deberes con la concesionaria y vigilar su cumplimiento. Por utilizar términos de gestión, pasa de dedicarse a la provisión de servicios a combinar esta función con la de la “compra” de los mismos. Los costes de la asistencia se deben conocer perfectamente porque son los que establece el contrato así es que, todo muy claro.

Pero las cosas no son tan sencillas. De entrada, la negociación del contrato es complicada y la cantidad per cápita a pagar, nada fácil de calcular para que no se desvíe hacia una de las partes. Los inicios del hospital de Alzira fueron un ejemplo hasta el punto de hacer modificar el contrato inicial, lo que dañó seriamente la credibilidad del modelo. Una vez establecido el contrato, el día a día no es tan sencillo para el servicio de salud como pudiera pensarse. Todo debe estar perfectamente medido para evitar y prevenir desviaciones ya que, siguiendo la ley de Murphy, todo lo que pueda hacer la compañía concesionaria (cuyo fin último es ser rentable, no lo olvidemos) lo acabará haciendo y el reciente episodio es una buena muestra.

La existencia de posibles incentivos perversos se conoce perfectamente desde los inicios de estas nuevas formas de gestión y no es fácil para las autoridades sanitarias disponer de técnicos expertos en diseñar adecuadamente los contratos que los eviten ni tampoco de hacer el seguimiento adecuado. Con frecuencia la empresa concesionaria se va a encontrar en una situación de superioridad técnica que no va a presagiar nada bueno para el futuro de la cooperación público-privada.

Un fenómeno frecuente es que al principio de su actividad, la voluntad de las empresas concesionarias va dirigida a que el modelo funcione, con lo que la buena fe se les debe suponer. Sin embargo, este equilibrio se puede romper cuando los socios iniciales acaban vendiendo la empresa y los nuevos dueños cambian la posible lírica inicial por la épica de la cuenta de resultados, lo que inevitablemente debe obligar a las autoridades sanitarias a redoblar los controles. De nuevo lo ocurrido en Torrejón nos puede dar algunas pistas. 

Se pueden seguir enumerando pros y contras del modelo como la descapitalización a largo plazo del sistema público con este sistema. Sin embargo, el riesgo de que como estas experiencias dan muchas complicaciones, mejor no hacemos nada y dejamos el sistema como está con todos sus problemas sin resolver (opinión aparentemente mayoritaria actualmente), me parece aún mucho más peligroso para la supervivencia de nuestro Sistema Nacional de Salud.

Lo que nadie puede negar al CEO de Ribera Salud es que es imposible en menos tiempo lanzar argumentos negativos más potentes contra la colaboración público-privada en sanidad. Su discurso no lo levantan ni todas las campañas de marketing juntas.