Aunque ya parece una eternidad, hace tan solo unos meses que un máster, que curiosamente nunca existió salvo por el título fraudulento, ocupó toda la actualidad en prensa y redes sociales hasta que el punto de mira se desplazó, ampliándose a toda una serie de doctorados, máster y títulos universitarios obtenidos de maneras más que dudosas, con amplia utilización del corta y pega y distribuidos entre lo más granado de nuestro arco parlamentario. Todo ha sido ya devorado por el frenesí informativo, pero creo que ahora es el momento de hacer una serie de consideraciones sobre lo que significan estos fraudes.

No voy a opinar de lo que pudo ocurrir o no, de las burdas falsificaciones puestas sobre la mesa por la Universidad ni de los singulares protagonistas de unas historias que, si no fueran tan graves, bien podrían calificarse de sainetes. Lo que me interesa resaltar aquí son las razones por las que este asunto ha calado tan hondo en la opinión pública para sorpresa de sus protagonistas y ha producido unas dosis de indignación desde luego incomparables con otros casos de corrupción que por desgracia tenemos que padecer cada día y en los que se han distraído cantidades de dinero que nada tienen que ver con el presunto fraude ocurrido aquí.

El hecho de regalar un título universitario, de máster o de lo que sea, sin haber pasado por los requisitos y a veces sinsabores del resto de los estudiantes es algo de una gravedad extrema que solo quien no tiene la más mínima sensibilidad o simplemente está fuera de la realidad del mundo en qué vivimos puede ignorar.

"Uno solo de estos casos en nuestro sector minaría muy seriamente la confianza del ciudadano en su sistema sanitario y eso tendría muy difícil arreglo" 



Por una parte, las Universidades son o deberían ser las instituciones garantes del saber, depositarias desde hace muchos siglos (habitualmente más que los estados actuales que las alojan) de los conocimientos que permiten el progreso de la humanidad y del acceso a los mismos. La ruptura de esas reglas supone una terrible banalización de esta institución y una transgresión gravísima de las normas que la deben regir. Unas reglas de juego que nos han permitido a lo largo de los siglos la canalización de los progresos logrados por la humanidad en todas las ramas de las ciencias y las letras y la adecuada gestión de esos conocimientos para su aplicación en la sociedad por aquellos que dedican su tiempo y su esfuerzo a conseguir los saberes y la experiencia necesaria.

La sociedad necesita de una institución con el prestigio suficiente como para asegurar que quien dice ser médico o arquitecto realmente lo es porque ha adquirido los conocimientos necesarios durante el tiempo necesario. Cualquier indicio de que estas titulaciones se facilitan a los VIPs a cambio de Dios sabe qué prebendas, sin estudios, asistencia ni examen hace que todo el edificio se tambalee, nos pone al nivel de una república bananera donde los títulos se compran y se venden y por tanto todo el mundo coincide en que carecen de valor. La confianza se pierde en un instante, pero puede tardarse mucho en recuperar.

Pero la cosa no queda ahí. Una sociedad como la española, desarrollada, pero con profundas desigualdades, apenas si tiene ascensores sociales para que los situados en la parte baja o media baja del escalafón social puedan ascender. Dejando aparte los atajos, la formación universitaria constituye una condición no suficiente pero casi irremisiblemente necesaria para situarse en la vida. Al menos ésta ha sido la filosofía de varias generaciones de españoles que se han sacrificado lo indecible para que sus hijos pudieran acceder a la Universidad.

Uno de los grandes logros de la democracia ha sido la generalización del acceso a la Universidad gracias a un sistema de becas que han dado una oportunidad a millones de jóvenes que de esta forma y gracias a su esfuerzo y al de sus familiares han alcanzado una formación y unos títulos que les ha permitido abrirse paso en la vida. Las irregularidades destapadas con este caso y otras situaciones que han salido a la luz a raíz del mismo ponen de manifiesto que hay vías alternativas para conseguir títulos según quien seas, que la comunidad universitaria, con toda su autonomía de la que hace gala ha sido incapaz de controlar estos desmanes y desde luego no hace gala de la contundencia esperable ante un escándalo de este calibre.

Cierra el círculo del despropósito la actitud de algunos compañeros de partido de los implicados, que en un perfecto papel de “hooligans”, en lugar de ir al fondo de la cuestión, no discuten las irregularidades o las dan por buenas pero apelan al “y tú más” relatando las presuntas tropelías de la oposición con las que intentan justificar lo injustificable. Es difícil un mayor desprecio a la inteligencia, a los valores que debe representar la universidad y a los miles de jóvenes que han logrado o intentan lograr un título “por la vía normal”. Un título necesariamente devaluado para aquellas universidades que no han sabido ser garantes de su prestigio y reputación, y que son sin duda los mayores responsables de este desastre.

La metodología formativa del sistema MIR es una buena vacuna frente a la traslación de estas prácticas a la práctica médica, si dejamos aparte la mera falsificación del título que sería otro problema. Sin embargo, conviene no bajar la guardia porque uno solo de estos casos en nuestro sector podría minar muy seriamente la confianza del ciudadano en su sistema sanitario y eso tendría muy difícil arreglo. Desde luego no me refiero a lo que puedan hacer los políticos sanitarios ya que, solo en nuestra lista de ministros, a la recientemente dimitida, habría que sumar al menos otros dos que consta hipertrofiaron su currículo oficial, no se sabe muy bien para qué porque quienes les nombraron a dedo lo habrían hecho de igual manera. Por todo lo expuesto, la sociedad debe tener una tolerancia cero con estos desmanes, vengan de donde vengan.