Nos encontramos inmersos ya en una segunda oleada del coronavirus, con características distintas y de momento afortunadamente no tan grave como la primera, pero no por ello menos preocupante. Las cifras de nuevos contagiados por 100.000 habitantes superan a las de todos los países de nuestro entorno y desde hace unas semanas han pasado a las norteamericanas, a pesar de todas las excentricidades del Sr. Trump. Una vez más tenemos el dudoso honor de ser los últimos de la fila (“los retrasados de la Covid” según el ingenioso título de un artículo del New York Times donde se recoge el “sorpasso” a los Estados Unidos).

A principios de agosto, un grupo de 20 expertos españoles publicaba en The Lancet una propuesta de comisión independiente que evaluara lo sucedido desde el inicio de la pandemia, identificara los fallos producidos, los apartara de la zarabanda política y permitiera sobre todo sacar enseñanzas con las que enderezar el rumbo. Un mes después no hay ningún indicio de que dicha investigación vaya a prosperar y en este sentido quizás convenga hacer un resumen de lo sucedido hasta ahora para intentar ver si el hecho de liderar todos los rankings negativos de la pandemia, tanto sanitarios como económicos, puede ser atribuido al mal fario o a alguna maldición divina, como algunos discursos parecen sugerir, o si realmente se ha hecho algo mal que puede ser solventado con vistas al futuro.


"Hay una opinión bastante generalizada, especialmente entre los profesionales sanitarios, acerca de que la gestión durante las etapas iniciales de la pandemia fue un perfecto desastre"


Si hacemos excepción de los corifeos gubernamentales y sus apoyos mediáticos (el poder concita siempre adhesiones incondicionales), hay una opinión bastante generalizada, especialmente entre los profesionales sanitarios que han sido uno de los colectivos que más la han sufrido, acerca de que la gestión durante las etapas iniciales de la pandemia fue un perfecto desastre. Se llegó tarde a todo tras una parálisis ministerial mientras el virus se extendía sin control, hasta que pasó el 8 de marzo y pudieron ya encenderse todas las alarmas. Ello condicionó unos resultados catastróficos que nos colocaron en los primeros puestos de los rankings mundiales negativos en cuanto a número de fallecidos (con o sin el maquillaje de las ininteligibles cifras oficiales), sanitarios contagiados y daños económicos tras el necesariamente prolongado periodo de aislamiento como consecuencia de la gravedad que alcanzó la situación.

La caótica desescalada del coronavirus


Tras el confinamiento estricto vino una caótica desescalada, pilotada en teoría por un comité de expertos que luego nos enteramos que nunca existió y que en realidad obedeció en exclusiva a las decisiones y al ritmo impuesto por el propio ministerio, con sus filias y sus fobias pero con un factor común: se hizo más deprisa que lo que los epidemiólogos y la más elemental prudencia recomendaban, sobre todo en sus fases finales. Todo vino condicionado por envites políticos, agravios comparativos y presiones económicas que en ningún momento debieron disfrazarse de decisiones técnicas de expertos sanitarios porque no lo fueron.

Comenzaron entonces unas proclamas triunfalistas gubernamentales totalmente fuera de lugar del tipo de “hemos derrotado el virus”, salimos más fuertes” y similares, mientras se invitaba a la población a vivir una “nueva normalidad”, que cada cual entendió como quiso y pudo, pero con un factor común de “descompresión” tras las angustias pasadas, en especial entre los jóvenes cuya percepción del riesgo evidentemente era y sigue siendo mucho menor que la de las personas mayores y demás grupos de riesgo.

La posibilidad de una segunda ola otoñal era algo que a todo el mundo, empezando por las autoridades le parecía muy lejano ante la perspectiva de un relajante verano en el que además había que reavivar la economía. Las fronteras pasaron en pocos días de estar cerradas a abrirse de par en par sin precaución alguna y por ejemplo, la propuesta de pedir una PCR a los pasajeros procedentes de zonas de riesgo fue despachada despectivamente por las autoridades sanitarias y de exteriores diciendo que la descartaban “los expertos” (los mismos que para la desescalada). Hoy son muchos los países que han establecido estas pruebas en sus fronteras, precisamente con los viajeros procedentes de España. Pocos se acuerdan ya del pintoresco “control visual” establecido en nuestros aeropuertos para “descartar que los viajeros fueran portadores del virus” (¿?). Lástima que esta impagable experiencia no acabara publicada en una revista científica.

La generalizción de los rebrotes de Covid-19 en España


El caso es que el cese de la limitación de movilidad, la evidente relajación de las medidas de prevención y el hecho incontrovertible de que el virus sigue estando ahí, lejos de haber sido vencido, llevó junto a una serie de gruesos errores como el de los temporeros, la liberalización de las reuniones y el ocio nocturno, los botellones y otros muchos, a la generalización de rebrotes en toda España durante los meses de verano hasta alcanzar la preocupante situación actual.


"La vuelta al trabajo del gobierno, con fuerzas renovadas y espectacular bronceado, se tradujo simplemente en recordar que algún día tendremos la vacuna que nos salvará"


A la vista del incremento progresivo de los casos de Covid 19, el gobierno se paró a reconsiderar la situación y mientras tanto…se fue de vacaciones. Quedaban pendientes algunas cosas sin importancia como la vuelta al colegio y a las universidades o la elaboración de instrumentos jurídicos que permitiesen gestionar adecuadamente, fuera del estado de alarma. La vuelta al trabajo del gobierno, con fuerzas renovadas y espectacular bronceado, se tradujo simplemente en recordar que algún día tendremos la vacuna que nos salvará y que desde la finalización de la desescalada, la gestión diaria de casi todo, crisis sanitaria incluida, es una competencia de las comunidades y que aparentemente el gobierno tiene poco que decir. Como en otras ocasiones, el Ministerio de Defensa fue el único que aportó algo positivo ofreciendo 2.000 rastreadores convenientemente entrenados.

El hecho de que el gobierno central haya mirado para otra parte en la gestión diaria de la pandemia, paradójicamente le ha proporcionado una victoria pírrica, pero victoria al fin y al cabo: ha puesto de manifiesto la más que deficiente gestión de las comunidades autónomas de distinto signo, con lo que las responsabilidades se diluyen desde el punto de vista político. Una vez más lo del “mal de muchos…” aunque poco le pueda consolar al ciudadano de a pie el hecho de que la incompetencia sea generalizada. Cada cual en su comunidad podrá juzgar si el esfuerzo de sus autoridades autonómicas en los últimos meses es el que cabía esperar o no.

Y eso que lo que había que hacer estaba muy claro. Lo pusieron de manifiesto bastantes expertos y quedó claro en las exposiciones de la “Comisión para la Reconstrucción”: había que reforzar la atención primaria y la red de salud pública como barreras de contención del virus antes de llegar al hospital y había que disponer de rastreadores bien entrenados y en cantidad suficiente como para limitar los rebrotes, e identificar rápidamente los contactos para aplicar las pertinentes medidas diagnósticas y de aislamiento. Todo ello junto con la habilitación de reservas estratégicas de medicamentos, respiradores, reactivos y todo lo que tan en falta se echó durante los primeros meses de la pandemia.

El peor escenario de la segunda ola


Y además y sobre todo, había que hacerlo ya, lo más rápido posible porque era obligación de las autoridades sanitarias estatales y autonómicas, ponerse en el peor escenario en cuanto a la aparición de la segunda ola desde que se dio por controlada la primera. Salvo honrosas excepciones, casi nada de ello se hizo a tiempo y basta echar un vistazo a la distribución de la incidencia por comunidades, para ver quién se lo tomó en serio y quien consideró que mejor nos vamos de vacaciones y luego ya si eso…pues ya veremos, que igual esto se cura solo.

En suma, la evolución del coronavirus en España bien puede considerarse un lamentable fracaso colectivo. Desde luego de nuestras autoridades estatales y locales, de un sistema autonómico mal estructurado y que si en situación basal ya es difícil de gestionar en caso de conflicto se vuelve abiertamente inmanejable, incapaz de ofrecer respuestas adecuadas. También de un sistema productivo demasiado dependiente del turismo y por tanto de una enorme fragilidad, sobre todo en situaciones de crisis como la que vivimos. Y, por qué no, de una población que hastiada de incompetencias y mensajes cambiantes ha relajado las precauciones con el riesgo de caer en una trampa mortal.

Tan solo una reconsideración global e independiente de lo ocurrido, y un plan establecido con unas medidas claras, consensuadas por las fuerzas políticas y agentes sociales, y con un liderazgo firme que transmita confianza, y del que por desgracia distamos mucho de disponer, podría revertir esta situación que de mantenerse nos puede conducir aparte de a la catástrofe sanitaria a la ruina como país. Cada vez hay menos tiempo para evitarlo.