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1 mar. 2018 13:00H
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Prácticamente desde que se aprobó la Ley general de Sanidad, allá por mediados de los ochenta, ha estado en duda el modelo de gestión heredado del Insalud, acusándolo de funcionarial, rígido y burocrático. A lo largo de estos años se han adoptado distintas experiencias de gestión alternativas sin que hasta la fecha conozcamos evaluación alguna que las avale por sus resultados en calidad asistencial, eficiencia y/o valoración de sanitarios o pacientes. Sin embargo, dichas experiencias se superponen como estratos en el sistema sanitario, aumentando muchas veces su complejidad sin aporte de valor.

Precisamente, una de esas experiencias es la de las denominadas Áreas de Gestión Clínica, cuyo objetivo explícito es mejorar la calidad y la humanización de la asistencia, así como su eficiencia, dando autonomía y responsabilizando a los equipos profesionales en la gestión de servicios especializados y centros de salud. El antecedente a esto lo encontramos en el “Clinical Governance” del Reino Unido, ligado a la calidad del NHS, aunque en España se reinterpreta y se vincula más al ahorro, la eficiencia y la privatización. La introducción legal de estas nuevas formas de gestión aparecían ya en el RD Ley 10/96 y en la famosa ley 15/97, muy vinculadas ambas al Informe Abril Martorell.

Entre las primeras experiencias está la de Andalucía, hace ya más de dos décadas, y la más cercana, la de Asturias, que el 14 de julio de 2009 reguló por decreto las Áreas y Unidades de Gestión Clínica del Servicio de Salud del Principado de Asturias, con una modificación posterior del 11 de Julio de 2012. Desde entonces, encontramos experiencias similares en buena parte del Sistema Nacional de Salud, a pesar de las importantes resistencias políticas, sindicales y profesionales, sobre todo en su última fase, cuando el Gobierno central introdujo de forma taimada una disposición adicional 5 en la Ley 10/2013 que propuso un marco jurídico y un modelo laboral y retributivo específico. Este nuevo marco desacreditaba aún más los objetivos anunciados de favorecer la eficiencia, autonomía y participación en la gestión. De hecho, pasó a convertirse en instrumento de una política economicista, privatizadora y burocratizadora de la sanidad pública.

De esta forma, las reticencias sociales y profesionales han sido confirmadas por los hechos a lo largo de su funcionamiento. En primer lugar, como tantos otros cambios, porque se puso en marcha como fruto de la incorporación de modelos empresariales privados en el sector público, con el consiguiente choque de culturas, organización y objetivos. Solo en contadas ocasiones el nuevo modelo había contado con el diálogo y el acuerdo previo de los profesionales del sistema, lo que no dejaba de ser una paradoja cuando se proclamaba como un modelo basado en la autonomía, cuando no en la cogestión de los equipos. Por otro lado, tampoco la dirección de las unidades y áreas de gestión clínica había contado con la decisión, ni siquiera con la participación, de los sanitarios: les fue impuesta con métodos más o menos jerárquicos, cuando no autoritarios, o lo que es peor, mediante la libre designación por parte de la gerencia de turno.

Por todo lo anterior, los acuerdos de gestión y sus cada vez más complejos indicadores se vieron por una parte mayoritaria de los profesionales como un nuevo trámite burocrático y como una forma más de incremento y reparto de nuevos cargos intermedios a la vez que un alambicado e injusto reparto de las mal llamadas peonadas: lo que se dio en llamar “la gestión de la mesocracia”. Después de un primer momento de expectativas, las buenas intenciones se convirtieron en un rosario de imposiciones, intereses espúreos, resistencias, malentendidos y cambios cosméticos. Todo ello fue agotando el escaso primer impulso del modelo.

Si los acuerdos iniciales de gestión, gracias a las reservas existentes, fueron suscritos por una minoría de los equipos, la imposición y la burocratización dieron lugar al estancamiento que, en coincidencia con los recortes motivados por la crisis, devinieron en una situación de regresión. Todo ello, junto a la falta de una evaluación rigurosa, abocó al modelo a la parálisis. Hasta ahora, las autoridades han sido incapaces de plantearse la necesaria y urgente revisión y reorientación del modelo.

Sin riesgo a equivocarse, hoy podemos afirmar que la gestión clínica es un nuevo experimento fallido de cambio en la gestión sanitaria. Como tantas otras cosas en la sanidad pública, languidece sin pena ni gloria.

En esta situación, sería obligado realizar un informe de evaluación global del llamado nuevo modelo de gestión clínica, en cooperación entre el Estado y las CCAA. Es necesario revisar, tras muchos años de experiencia, el cumplimiento de los objetivos enunciados en materia de mejora y humanización de la atención sanitaria, atención comunitaria y salud pública, rehabilitación, formación, docencia e investigación; también los objetivos organizativos de atención integral al paciente, descentralización y autonomía, de conciliación de la actividad clínica y la gestora y, en general, de sus resultados clínicos, económicos, de información y gestión sanitaria. Un informe serio que debería incorporar un apartado económico sobre el presupuesto con que ha contado el modelo y qué ahorros ha logrado a lo largo de estos años, cómo se han distribuido en materia de incentivos asociados al cumplimiento de los acuerdos de gestión en cada una de las áreas sanitarias, los centros y las unidades y áreas de gestión clínica; pero, ante todo, qué evaluación coste-efectividad se hace del modelo.

Para hacerlo bien, esta vez debería implicar un proceso amplio de participación política, social y profesional encaminado a la reconsideración, reorientación y/o cambio del conjunto del modelo de acuerdo con las conclusiones de ese informe propuesto. El objetivo es que el Sistema Nacional de Salud cumpla mejor con los principios de autonomía, descentralizacion y participación, de integralidad y continuidad de la atención y mejora de la calidad y la eficiencia en la utilización de los recursos.