Como estudiante de Medicina muchas veces puedes verte a ti mismo inmerso en una rutina agobiante, una rutina que hace sentirse a uno mismo como ovejas en un redil: levantarse, estudiar, comer, más estudiar y acostarse. Y así día tras día, sobre todo en época de exámenes, pero es bueno poder mirar más allá de eso, salir de la zona de confort de uno mismo y experimentar cuánto vales más allá de lo puramente académico. Para valorar el hecho de experimentar y sacrificar me gustaría empezar hablando desde la mitología griega, concretamente tomando como ejemplo el mito de Ícaro.
Ícaro era el hijo de Dédalo, un inventor fantástico. Ambos se encontraban prisioneros del rey Minos en la isla del Minotauro. Dédalo hizo afán de su habilidad y construyó unas alas utilizando madera de los árboles, las plumas de las aves que sobrevolaban la zona y cera para mantener las plumas juntas. Con estas alas ambos podrían escapar de la isla. Antes de partir, Dédalo le dijo a su hijo: no vueles muy alto o el sol derretirá la cera de tus alas, ni muy bajo o el mar podría derribarte; mantente en el centro, vuela a salvo.
Pero en el momento en que Ícaro echó a volar, sintió la libertad y la inmensidad del mundo delante suya, algo cambió en él. No quería permanecer en el medio, quería saber lo que realmente significaba la palabra: volar. Y eso hizo, voló y voló, cada vez más alto, directo hacia el sol, haciendo caso omiso a las advertencias de su padre. En lo más alto de su vuelo, en la cúspide del cielo, pudo sentir como nunca antes había sentido la luz del sol. Un calor que, como vientos de fuego fatuo, envolvía su cuerpo en una armonía de sentidos y de vida. Sin previo aviso, y como su padre advirtió, la cera se derritió, las alas se desmontaron e Ícaro cayó de forma inevitable hacia el frío océano. Lo que no nos contaron es que Ícaro no gritó, no sintió arrepentimiento, sino que se rió. Se rió a pesar de estar cayendo, porque caer significa haber ascendido, como fallar haberlo intentado. Porque hay una sensación de victoria y triunfo en ir más allá de tus límites, a pesar de que esto nos cueste algo. En ese momento, aunque fuera por unos segundos, Ícaro vivió completamente, algo por lo que valía la pena caer.
Y me gusta esta historia porque para mí no se trata del fracaso, sino de vivir. Y creo que muchos, durante la carrera, pasan el tiempo siguiendo unas órdenes establecidas, como una voz en el fondo de nuestra mente que nos dice: “Si no estudias más, suspenderás”, “No vayas a ese plan con amigos, quédate estudiando” o incluso “no intentes esto o fracasarás”. Por ello, creo que muchos durante la carrera vivimos siguiendo las instrucciones de Dédalo: quédate en el medio, sin riesgo pero sin dormirte, siguiendo lo establecido. Pero el futuro pertenece a aquellos dispuestos a darle forma.
Cuando tomamos riesgos, podemos experimentar momentos de incertidumbre y duda, pero también fuerza y resiliencia. ¡Y por qué no ibas a intentar algo, si él no ya lo tienes! Si hay algo que espero que os llevéis de este texto o de Ícaro: no viváis la vida tratando de evitar la caída y recordad a Ícaro no como una advertencia, sino como el chico que miró al sol y dijo: “¿Y si…?” Aquel que no se conformó con escapar y quiso sentir todo. Espero que en los próximos capítulos de vuestra vida no os contengáis, no solo voléis en el medio: ¡espero que vayáis a por el sol! Y en la medicina y en la vida, volad muy alto y cuidad profundamente. Y si te caes o fallas, hazlo sabiendo que eso significa haber volado alguna vez, siempre tomando los errores como lecciones, no como simples derrotas.
Y si en algún momento olvidas mis palabras, recuerda a Oscar Wilde cuando dijo: “Nunca te arrepientas de tu caída, oh Ícaro de vuelo intrépido, pues la mayor tragedia de todas es nunca sentir la luz abrasadora”.