María Victoria Camps siempre resulta inspiradora. Hace unas semanas tuve la oportunidad de escucharla hablar sobre el futuro de las profesiones sanitarias y abordó uno de los asuntos más persistente -e insuficientemente resuelto- al que se enfrentan nuestras organizaciones: cómo lograr que el consentimiento informado deje de ser un trámite burocrático para convertirse en un acto ético, comprensible y útil. Su visión crítica, lúcida y serena sobre cómo hemos tecnificado las relaciones asistenciales sin transformar de fondo las culturas profesionales me provocó -lo confieso- cierta incomodidad. Especialmente cuando recordó que seguimos atrapados en inercias paternalistas mientras nos proclamamos defensores de una ética contractualista. Esa tensión sigue condicionando, muchas veces de forma invisible, cómo nos relacionamos con aquellos a quienes cuidamos.
Un gesto ético que no puede ser un formulario
El consentimiento informado está presente en casi todos los procesos clínicos. Se enseña, se documenta, se firma. Y sin embargo, sigue sin vivirse plenamente como lo que es: un acto de respeto a la autonomía personal. A menudo se convierte en un paso más, un documento que se rubrica al final de una consulta o antes de una intervención. En muchos casos, ni quien lo explica tiene tiempo para hacerlo con calma ni quien lo escucha se siente invitado a preguntar o a decidir.
Detrás de esta rutina subyace una paradoja que ya denuncian desde hace tiempo voces como la de Camps: hemos avanzado mucho en normativas, pero no tanto en prácticas reales. El tránsito del modelo médico paternalista al contractualista ha quedado, en demasiadas ocasiones, en un plano retórico. Aún hoy se percibe al paciente como alguien que debe ser protegido, más que como alguien con derecho a decidir. Y cuando eso ocurre, el consentimiento deja de ser un proceso relacional para convertirse en una obligación administrativa.
Hay, además, una desconexión entre la intención ética del acto y su materialización técnica. Formularios cargados de terminología jurídica, cláusulas estandarizadas y frases preventivas sustituyen muchas veces a una conversación real. Se cumple el requisito, pero se desdibuja el sentido. Y cuando el consentimiento se convierte en un blindaje legal más que en una herramienta de comprensión, todos —pacientes y profesionales— salimos perdiendo.
Por otro lado, no todos los pacientes parten del mismo punto. Existen desigualdades culturales, educativas, lingüísticas y emocionales que hacen que muchas personas no puedan participar en igualdad de condiciones en la toma de decisiones. Y si no adaptamos el consentimiento a esa diversidad, el riesgo de exclusión aumenta. No hay autonomía si no hay comprensión.
Mejorar la mejora: un reto institucional
Como gestor sanitario y como médico, he llegado a la conclusión de que no basta con “hacer bien” el consentimiento informado. Hay que revisar cómo lo concebimos, cómo lo integramos en la cultura asistencial y qué barreras impiden que cumpla su verdadera función: acompañar a la persona en una decisión libre e informada.
Para lograrlo, hay transformaciones que deben impulsarse desde las propias organizaciones. Primero, hay que devolverle al consentimiento su dimensión clínica y humana, no solo jurídica. Esto implica repensar los tiempos, los espacios y los lenguajes con los que se comunica la información sanitaria. Un documento mal entendido no es consentimiento: es riesgo, es desconfianza, es deshumanización.
También es clave revisar los modelos actuales, adaptarlos a un lenguaje claro y accesible, sin jerga innecesaria, e incorporar formatos diversos según las necesidades de comprensión de cada paciente. Tecnologías como vídeos explicativos o formularios interactivos pueden ser útiles, pero siempre que se diseñen como herramientas de apoyo y no como sustitutos del encuentro personal.
Además, necesitamos espacios clínicos y organizativos que hagan viable la conversación. Si las agendas no permiten explicar, preguntar y escuchar, entonces el consentimiento seguirá siendo un trámite. No se trata solo de la voluntad del profesional, sino de la estructura institucional que debe cuidar ese tiempo como parte esencial del proceso asistencial.
Por último, evaluar cómo viven los pacientes este proceso resulta primordial. Escuchar sus experiencias, sus dudas, sus silencios. Esa escucha, muchas veces olvidada, puede ofrecer más información que cualquier auditoría. Y puede ser, además, la puerta de entrada para transformar la cultura institucional en torno a la autonomía y la participación.
Escuchar, explicar, respetar
Hay momentos en los que una decisión sanitaria cambia la vida de una persona. No se trata solo de si aceptar o no una intervención, sino de cómo sentirse acompañado en ese proceso. El consentimiento informado, si se realiza con cuidado, puede convertirse en un acto de confianza mutua. No es solo una firma: es una forma de mirar a los ojos, de reconocer a la otra persona como alguien capaz, con derechos, con voz.
Es importante subrayar que humanizar el consentimiento no implica complicarlo. Muy al contrario: se trata de devolverle su simplicidad esencial, que es la conversación. La posibilidad de preguntar sin miedo. La claridad sin condescendencia. La decisión sin presión. Si conseguimos que cada paciente sienta que puede decir “sí” o “no” desde la libertad, habremos ganado más que un cumplimiento legal: habremos fortalecido el vínculo asistencial.
Creo sinceramente que el consentimiento es un termómetro ético de nuestras organizaciones. Cuando se hace bien, probablemente muchas otras cosas también lo estén. Cuando se hace mal, no importa cuántos documentos se archiven: algo profundo se está rompiendo en la relación clínica.
El futuro de las profesiones sanitarias no dependerá solo de la tecnología, ni de las reformas estructurales. También dependerá —como recordaba Camps— de nuestra capacidad para seguir poniendo a la persona en el centro, no como lema institucional, sino como acto cotidiano. Y el consentimiento informado, bien entendido y bien practicado, puede ser uno de esos actos cotidianos diferenciales.
No basta con cumplir: hay que comprender. No basta con informar: hay que dialogar. No basta con firmar: hay que escuchar. Porque cuidar el consentimiento informado es, en el fondo, cuidar la dignidad de cada persona en los momentos en que más lo necesita.