Hace pocas semanas, el New England Journal of Medicine nos regalaba un texto en sus Perspectives, con un curioso título: “El nombre del perro”, de Taimur Safder. El autor nos explica como en su primera guardia de residente, el momento que lo dejó impresionado fue cuando el adjunto, atendiendo un paciente en estudio de un dolor torácico que había aparecido mientras paseaba a su perro, le preguntó: “¿Cuál es el nombre de su perro?”. Se quedó muy asombrado, pues ninguna guía clínica ni algoritmo de diagnóstico en dolor torácico incluye la pregunta sobre el nombre del perro en el diagnóstico diferencial.

Pero sigue explicando cómo esa pregunta resultó decisiva en su formación como residente MIR pues de esa pregunta y de la conversación que vino después, derivó una transformación, quizás su mayor aprendizaje: la constatación que debajo de esa bata de enfermo había una persona real.


"Existe la a constatación de que debajo de esa bata de enfermo había una persona real"


Al finalizar la residencia cuatro años después, Taimur constata que ha sido una de las preguntas más útiles de todo lo aprendido. Explica cómo debatir la trama de una telenovela (hispana, glups) le había facilitado poder discutir con la paciente su plan de tratamiento en un entorno de mayor confianza. También relata cómo le había permitido acercarse a pacientes “difíciles” con rechazo al tratamiento el hecho de escuchar sus creencias, o cómo adaptar una medicación a las necesidades concretas de cada persona.

La pregunta hace aflorar uno de los lastres de la Medicina actual, que es cómo entre datos, guías terapéuticas, pruebas, multiplicidad de informes y formularios administrativos, con mucha facilidad nos olvidamos de que tratamos personas. No es un comentario nuevo, en absoluto, pero sí la constatación que persiste.

Ya Francis Peabody en un artículo clásico en el JAMA (¡en 1927!), “The care of the patient” hablaba de la necesidad de un relación médico-paciente cercana, no solo para generar un entorno de confianza, sino para conocer a la persona, pues solo conociéndola podrá realizarse un adecuado diagnóstico y tratamiento. 

En palabras del propio Peabody, “cuando hablamos de un cuadro clínico no nos referimos a la fotografía de un hombre enfermo en cama, sino a la pintura impresionista de un paciente en el entorno de su casa, con su trabajo, las relaciones  con sus amigos, sus alegrías, sus preocupaciones, esperanzas y miedos”.

Es mucho más sencillo “leer” una fotografía (en blanco y negro por supuesto), fija, estable, bien definida, que aprender a leer un cuadro impresionista. Pero si no se realiza el cambio de mirada, seguiremos repitiendo hasta la saciedad aquello de que “necesitamos tratar enfermos y no enfermedades”, pero las guías y protocolos nos hablan solo de enfermedades…a veces tenemos la suerte de tener algún adjunto, profesor o tutor que nos enseña a ver  más allá, pero no siempre ni en toda ocasión.

El artículo de Taimur continúa con la reflexión acerca de su pregunta sobre el nombre del perro: esta pregunta no sólo le ha enseñado a recordar que los pacientes son personas, sino que le ha hecho recordar que él mismo es también persona.

Es más fácil no involucrarse, no conocer, no saber, pues ello implica muchas veces, también para los profesionales sanitarios, una cierta carga de dolor. Es casi imposible acercarse al sufrimiento sin sufrir, por ello es más fácil poner barreras, escudos y protecciones, y olvidarnos que atendemos personas.

Pero es posible aprender a gestionar las emociones que suponen acercarse a las personas que tratamos. Es complejo pero posible, posible siempre que formalmente se tome en serio, es decir, que formalmente aprendamos (y enseñemos) competencia emocional, relacional y ética. Así que, en el nombre del perro, recuerden que los pacientes son personas… y los profesionales sanitarios también.

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