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10 nov. 2021 9:00H
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Me gusta trabajar en un hospital porque tengo la sensación de que allí ocurre todo. Personas que mueren y otras que nacen. Otras enferman y se recuperan y vuelven a su vida. A pocos metros, en el mismo instante, pueden entrelazarse la más absoluta dicha con una tristeza amarga e inconsolable. Los recién nacidos son llevados a habitaciones diáfanas en plantas superiores y los muertos a oscuros cubículos en el sótano. La vida se exhibe. La muerte se oculta. Aunque ambas necesitan ser vistas, tocadas y oídas. Las habitaciones se vacían, luego se limpian y las emociones se diluyen. Todo está listo para volver a empezar. Los familiares no olvidarán ese día especial o trágico y el personal sanitario, expuesto continuamente a esta danza, mira el reloj y suspira porque aun es media mañana. Todas las personas deberían nacer en un hospital o al menos tener el derecho a hacerlo, pero nadie debería morir en uno aunque algunas veces sea inevitable. Sin embargo, si no tienes a nadie, es mejor morir en un hospital que morir solo en casa.


"Prefiero trabajar por la noche porque todo suele estar más tranquilo y en silencio y porque me gusta pasear por el hospital de madrugada. Siento el mismo respeto y excitación que al caminar cerca de una criatura enorme y peligrosa mientras duerme"



La sala de boxes donde trabajo tiene un ventanal por el que puedo ver las puestas de sol mientras redacto informes. Algunas veces es realmente bonito y me acerco para contemplarlo. La mayoría de las veces hay tanto trabajo que ni siquiera soy consciente. A pesar de esto, prefiero trabajar por la noche porque todo suele estar más tranquilo y en silencio y porque me gusta pasear por el hospital de madrugada. Siento el mismo respeto y excitación que al caminar cerca de una criatura enorme y peligrosa mientras duerme. En las entrañas de esa criatura descansan las pesadas máquinas que suministran aire, agua, calefacción y gases medicinales al resto del hospital. Tuberías enormes de distintos colores unidas por tramos gracias a sólidos remaches, formando ramilletes que discurren por doquier pero invisibles a la vista por techos falsos. Las máquinas principales gotean y crujen y están llenas de luces, paneles y medidores de presión. La lavandería con la ropa limpia, ordenada y envuelta en paquetes de plástico. Los carros llenos de sacos con la ropa aun sucia. Salas llenas de camas, sillas y material defectuoso o desfasado. Pasillos kilométricos desiertos y silenciosos donde no suelo encontrarme con nadie. En las plantas la tranquilidad solo se interrumpe por algún ronquido o el grito de una anciana preguntando por su padre fallecido hace décadas.

Victoria


Las luces azules metalizadas de una ambulancia aparecen en el mismo ventanal donde hace unas horas se escondía el sol. La ambulancia traslada a una mujer de 92 años, con deterioro cognitivo moderado y parcialmente dependiente, por fiebre y problemas respiratorios. Permanece con los ojos cerrados en las hundidas cuencas de su rostro. La boca entreabierta, seca y deformada por la ausencia de dentadura. Legañas amarillentas, espesas y pegajosas que cubren sus azulados y lechosos ojos. El pelo ralo y escaso. Piel que cubre los promontorios de unos huesos ya sin carne. No sabe dónde está y responde a algunas preguntas con frases cortas. Satura al 87% y tiene 39º de temperatura aunque parece tranquila y sin dificultad para respirar. Auscultación horrible. Pauto oxigeno, la infinidad de cables para monitorizar tensión arterial, saturación de oxigeno, frecuencia cardiaca y electrocardiograma. El equipo de enfermería comienza a buscar accesos para la extracción analítica. Me preguntan por una gasometría arterial y asiento sin pensarlo. Analítica.

Radiografía. PCR. Hemocultivos. Sueroterapia. Antibioterapia. Nebulizados. Corticoides. Sondaje para control de diuresis. La mujer grita de dolor tras el tercer intento para la extracción de la gasometría arterial. Ha sido dada de alta en M. Interna hace una semana donde ha estado ingresada durante un mes. Neumonía que precisó ventilación mecánica no invasiva. ITU por pseudomona. TAC abdominal con dilatación de la vía intrahepática y alteración del perfil hepático sin hallazgos en la CPRE. Ecocardiograma por primer episodio de FA durante el ingreso y dada de alta con anticoagulación oral. Ajuste de antihipertensivos y antidiabeticos. Llamo a la residencia y me informan de que Victoria no tiene hijos, pero tiene un sobrino que la visita en la residencia una vez al mes. Intento contactar con el sobrino pero nadie coge el teléfono. Avisan del laboratorio por una insuficiencia respiratoria con retención de carbónico. Se lo que debería hacer, lo tengo claro, se lo que me gustaría que hiciesen por mi madre o mi padre o incluso por mi mismo, pero llegados a este punto el peso del dogma médico, el ingreso reciente y la batería demencial de pruebas previas realizadas vence al sentido común. Coloco una interfase y ajusto los parámetros de la ventilación mecánica que sorprendentemente tolera bien. Abre los ojos y pronuncia la única frase que dirá antes de morir dentro de unas horas. Otra vez no, por favor. Intento explicarle que es por su bien aunque suena falso y ella lo sabe. Vuelve a cerrar los ojos y gira la cabeza.

Miro a Victoria y me acuerdo de Sebastián. No recuerdo su nombre real aunque me prometí no olvidarlo. Sebastián estaba ingresado en la planta de Digestivo cuando era residente. Cáncer de páncreas con carcinomatosis peritoneal. Ingresaba cada poco tiempo por episodios de ascitis a tensión. Tenía mujer y dos hijos pero en todo el mes que permaneció en la planta nadie fue a visitarle. A Sebastian le hice mi primera paracentesis evacuadora. Sabía que era mi primera vez y a pesar de ver el dolor en su rostro, dijo que era la mejor que le habían hecho nunca. No sabía nada de la vida de Sebastian y desconocía por qué no recibía visitas pero conmigo era amable y comprensivo. Murió solo en aquella habitación una semana después de que acabase la rotación en Digestivo; estaba tan absorbido por las guardias y la nueva rotación en Nefrología que no me enteré hasta un mes más tarde.


"Llega una intoxicación por alcohol en un paciente sin techo y todo el mundo parece molesto. Suele pasar lo mismo con los intentos autolíticos. Son pacientes difíciles y ruidosos. A veces yo también pierdo la paciencia con ellos y digo frases crueles y banales"



La analítica de Victoria es catastrófica y en la radiografía hay una nueva neumonía en comparación con las previas. La segunda gasometría se mantiene parecida a la previa. Ajusto algunos valores y pauto más medicación. A las cuatro y media de la madrugada es mi turno para descansar. Antes de subir a la habitación llega una intoxicación por alcohol en un paciente sin techo y todo el mundo parece molesto. Suele pasar lo mismo con los intentos autolíticos. Son pacientes difíciles y ruidosos. A veces yo también pierdo la paciencia con ellos y digo frases crueles y banales. Siempre siento culpabilidad cuando ocurre eso. Doy vueltas en la cama incapaz de dormir a pesar del cansancio. Enciendo la luz y saco un libro. “El miedo, la pobreza, el alcoholismo, la soledad son enfermedades terminales. Urgencias, de hecho”. Me duermo de inmediato.

Sueño con Marisa. Mediana edad y alcohólica. Venía a la consulta del Centro de Salud. Los estigmas del alcohol y su olor a los cientos de cigarrillos de tabaco negro que fumaba mezclados con su colonia de niña pequeña. Intentamos de todo con ella pero nunca conseguimos nada. A veces, me la imaginaba en una cocina destartalada, sentada en una silla verde con las patas de hierro oxidadas, con un vaso de vino y un cigarro en la mano. Un día nos avisaron de su fallecimiento. La encontraron sola, desplomada sobre los miles de periódicos viejos que tenía apilados en el suelo.

Malas noticias


Despierto un cuarto de hora antes de las ocho de la mañana. Pasan unos segundos hasta darme cuenta que estoy en el hospital. Mientras bajo en el ascensor pienso en Fernando. Un paciente sano que vi hace un par de años en Urgencias por una cefalea. Todos nos sorprendimos cuando el TAC craneal lo informaron como sospecha de un glioblastoma multiforme. Cincuenta años. Hijos y esposa. He dado suficientes malas noticias como para saber que tras la incredulidad viene el llanto. Nunca al revés. Cuando su mujer comenzó a llorar, Fernando trataba de consolarla: tranquila cariño, todo irá bien, solo tengo un poco de dolor de cabeza, encontraran otra causa, ¿verdad doctor? En ese momento repasaba mentalmente las directrices. Frases abiertas y asertivas. Cercanía. Empatía. Evitar palabras como tumor o cáncer y sustituirlas por otras más imprecisas. Animar y conferir cierta esperanza sin caer en la perversión. Les dejé a solas. El puesto de escritura estaba frente al box de Fernando. Escuche más sollozos y después una risa nerviosa. La mujer salió a tomar el aire y fumar. Al salir no corrió bien la cortina dejando una rendija que enmarcaba la cara del paciente. No fue consciente de esa rendija que nos conectaba. Al saberse libre de miradas dejó de actuar. La mirada perdida con la mente ausente y a la deriva. Fernando sabía que iba a morir pero cuando su mujer regresó lo olvidó al momento. Colocó bien la cortina, la rendija se cerró y sonó otra risa nerviosa.

Victoria había fallecido a la misma hora que el despertador sonaba en la habitación. Unas horas antes, mis compañeras, más valientes y mejores médicos, habían retirado la ventilación por empeoramiento gasométrico y deterioro del nivel de consciencia. Las últimas horas de Victoria en este absurdo mundo fueron de sufrimiento. Murió sola en la cama áspera de un hospital. No pudo llevarse una cara conocida. Victoria tuvo una mala muerte llena de yatrogenia, irracionalidad y cobardía.

Miro el ventanal y el cielo encapotado anuncia un día lluvioso. El hospital se despereza y ruge. Llaman de la residencia para comprobar el estado de Victoria. Pregunto si tienen noticias del sobrino. Nada. Por el auricular oigo el sonido compulsivo de las teclas del ordenador. La llamada se corta. Está a punto de llegar el cambio de turno. La vuelta a casa, el traqueteo del vagón del metro, las caras somnolientas de las personas que van a trabajar, de los niños que van al colegio, la lluvia que empapa toda la ciudad.