Desde que comencé en el mundo de la neumología he asistido infinidad de veces a discusiones acerca del papel que el neumólogo juega en esta enfermedad. La palabra cáncer nos traslada irremediablemente al campo de actuación de la oncología y a veces se generan dudas de donde empiezan y acaban las competencias de cada una de estas especialidades. Si el neumólogo es el encargado de establecer el diagnóstico del cáncer, realizar el estudio de extensión, conseguir gran parte de las muestras que el patólogo tendrá que analizar, tratar las complicaciones evolutivas (insuficiencia respiratoria, derrame pleural, embolia pulmonar, neumonías,….), ¿por qué no administrar también el tratamiento antitumoral y controlar su resultado, integrando todo el proceso del paciente y evitando que tenga que cambiar de especialistas a mitad del mismo? Aunque no es la norma, hay neumólogos que han aceptado este reto y en sus unidades y servicios son los responsables del manejo integral del paciente con cáncer de pulmón, lo que no es óbice para que lo hagan de forma multidisciplinaria con otras especialidades involucradas entre las que se incluye desde luego la oncología. Pero tengámoslo claro, no es la norma. Por eso da la impresión a veces que vivimos de espalda a esta enfermedad, que no nos interesa. Todo lo contrario!

Hace poco hemos vivido una situación que nos ha permitido reflexionar sobre la grandeza de la neumología en el cáncer de pulmón o, mejor dicho, en las personas que tienen cáncer de pulmón. Anita, mujer de 40 años, discretamente fumadora de unos cigarrillos al día, sin enfermedades conocidas, casada, con una hija de 9 años y con una vida llena de proyectos e ilusiones, se acatarró. Comenzó con tos seca y después de un mes consumiendo jarabes, consultar con su médico de atención primaria, tomar un antibiótico y recurrir a diversas medidas caseras, seguía tosiendo. Fue a urgencias del hospital donde se le hizo una radiografía de tórax.

Los dos pulmones mostraban lo que parecía una neumonía, al menos eso le dijeron a ella. Le pusieron otro antibiótico y la ingresaron en el servicio de neumología. El TAC fue contundente: había una masa tumoral en el pulmón derecho, datos de afectación en ambos pulmones y por si fuera poco (a veces la naturaleza es así de caprichosa), lesiones en huesos sospechosas de ser metastásicas. Se hizo una broncoscopia que le puso nombre a todo esto: adenocarcinoma.

Hasta aquí, fácil. Un cuadro clínico, unas pruebas médicas, unos resultados y un diagnóstico. Nada que no hagamos a diario en esta profesión. Mera rutina si nuestro trabajo fuera construir máquinas. Pero en esta ocasión se trataba de Anita. Una Anita aferrada a la neumonía que la mantenía ingresada aunque se la había ido preparando en eso que los médicos llamamos el diagnóstico diferencial, que las cosas no son simples en medicina, que a veces hay enfermedades detrás de la neumonía, “como los tumores”. Anita pensaba en su niña de 9 años y en el alta hospitalaria. A pesar de todo el tacto imaginable, la noticia fue un jarro de agua fría.

El diagnóstico se lo contamos nosotros de motu propio. Luego vinieron mil preguntas: ¿tiene tratamiento? ¿cuánto voy a vivir?, mi niña, ay! mi niña! ¿cómo se lo voy a decir? ¿cuánto me queda de vida? ¿la veré cumplir 18 años? ¿casarse? ¿porqué me ha pasado esto? ¿quién tiene la culpa? ¿qué tratamiento tiene? ¿se puede operar? ¿y mi trabajo? Tengo una hipoteca. ¿podré trabajar? Ay, que no se entere mi madre! ¿cómo va a ir al colegio mi niña? ¿podré cuidarla? ¿me darán quimioterapia? ¿se me caerá el pelo? ¿cuánto viviré? …  a coro, su marido no se quedaba atrás: ¿puedo darle mis pulmones? ¿por qué a ella? que me muera yo, ella no!, ¿por qué no le trasplantan los pulmones? Ella apenas fuma, ¿porqué le ha pasado esto? ¿qué tratamiento tiene el cáncer? ¿cuánto va a vivir? Yo dejo el trabajo para estar con ella! Que no se muera por favor, hagan todo lo que puedan …. por favor; por favor….

Hasta aquí, de nuevo podríamos decir que fácil, emocionalmente duro, pero fácil. En esta situación nuestra vida se desploma delante de nuestros ojos. Quién es el culpable, qué tratamiento tiene el problema y dígame que me voy a curar, se repite de un paciente a otro siguiendo un patrón bastante homogéneo. Poco a poco, fuimos ganándonos la confianza de Anita respondiendo una a una todas las preguntas, calmando su ansiedad, tranquilizando a su marido, suministrándole información, asegurándole que no iba a estar sola en esto, que no tener cura no significa no tener tratamiento, que se abría un nuevo camino en su vida, que tenía que estar preparada y dispuesta a luchar, que tenía que ser fuerte,…. en definitiva dejando puertas abiertas a la esperanza, algo de luz en el camino. Conocimos a su niñita de 9 años, quien con lágrimas en los ojos nos preguntó si su mamá se iba a morir. Me costó contener las lágrimas.

El caso de Anita fue discutido en la sesión multidisciplinaria de cáncer del hospital. Había oncólogos, radiólogos, radioterapeutas, cirujanos, patólogos e incluso un neumólogo. Nadie la conocía. Ninguno la había visto ni había hablado con ella previamente. Ninguno se había enfrentado a su mirada. Discutieron las imágenes del TAC, las características genéticas de su tumor, las posibilidades de tratamiento.

Llegaron a un acuerdo y le dieron una cita en la consulta de oncología. Cuando le preparé el informe de alta del hospital, le conté lo que se había decidido hacer con ella en la reunión de expertos y le entregué el volante con el día y la hora en la que iba a ser vista en consultas por el oncólogo, sentí que me desprendía de ella, que nunca más la volvería a ver, en cierta manera, que la abandonaba.

Anita me preguntó: iré a esa consulta, pero ¿cuándo te volveré a ver? La respuesta sonó fría y distante, como si todas las horas que habíamos pasado juntos, la vivencia emocional compartida, el haberla llevado al límite de la desesperación y devuelta nuevamente a la realidad, no hubieran existido. Cuando quieras puedes verme, Anita, pero ahora ya serán otros médicos los que se harán cargo de ti, le dije. Percibí su desaprobación, su desagrado, su malestar. Volvió a tambalearse emocionalmente, a sentirse insegura de nuevo. Pero mantuvo el tipo. Yo también.

Pensé en qué ensayo clínico la incluirían, qué tratamiento le darían, como la derivarían a la unidad de cuidados paliativos si finalmente no cumplía criterios para ser reclutada en algún estudio. Pensé en su marido, en su hija, en los momentos difíciles que quedaban por llegar. Ese día se me hizo más consciente la grandeza del trabajo del neumólogo en los pacientes con cáncer de pulmón.

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