A propósito de la anunciada candidatura de la actual ministra de sanidad a la alcaldía de Las Palmas, que deja al departamento una vez más en situación de interinidad, resumía magistralmente Mónica Lalanda el significado de este ministerio para los ciudadanos: “una cartera con telarañas y una revista para entretenerse”, para los presidentes del gobierno: “un florero”, y para los propios ministros/as: “un trampolín para más altas cotas o destinos más cómodos”. Difícil resumirlo mejor, aunque se podría añadir la visión de los socios de gobierno cuando se lo ofrecieron: “la caseta del perro”.


"La pandemia ha sido la guinda que ha acabado por hacer saltar las costuras del sistema, entre otras cosas porque los titánicos esfuerzos y sacrificios llevados a cabo por los profesionales durante la misma han caído en el olvido silenciados por los aplausos de las ocho de la tarde y alguna que otra medallita".



Nuestro sistema nacional de salud hace años que comenzó a dar signos de agotamiento y necesidad de cambios estructurales sin que los sucesivos ministros/as (de ambos partidos mayoritarios), atentos fundamentalmente a sus intereses políticos personales y los de sus partidos hayan sabido, querido ni podido emprender acción transformadora alguna. La pandemia ha sido la guinda que ha acabado por hacer saltar las costuras del sistema, entre otras cosas porque los titánicos esfuerzos y sacrificios llevados a cabo por los profesionales durante la misma han caído en el olvido silenciados por los aplausos de las ocho de la tarde y alguna que otra medallita.

En el momento actual la conflictividad sanitaria que comenzó por la atención primaria de Madrid se anuncia cada vez por más comunidades en los próximos meses. El hecho de que haya sido la primaria, tradicionalmente poco conflictiva la que haya estallado, obedece a una conjunción de razones que no parecen haber sido detectadas a tiempo por las autoridades sanitarias con capacidad para ponerles el oportuno remedio (de otra forma, se supone que habrían hecho algo).

Nuestro sistema de medicina familiar surge en los años ochenta con una notable carga de idealismo, juventud y entusiasmo por el cambio de modelo asistencial que entonces suponía. El sistema funcionarial escogido, muy propio de la filosofía política de aquellos años (gestión por parte de gobiernos socialistas de la gran mayoría del sistema nacional de salud de 1982 a 1996) está lógicamente en la base de los logros del modelo (que no han sido pocos, y esto hay que señalarlo) pero también de gran parte de sus problemas que han ido aflorando y acrecentándose a lo largo sobre todo del presente siglo sin que se les haya ofrecido solución alguna. Recuerdo durante mi periodo de trabajo en la Toscana a principios de siglo, cuando refería que en España, el equivalente a sus “medici generali”, paradigma en Italia del profesional liberal con quien cada nueva acción sanitaria que se quisiera implantar había que negociarla (y retribuirla), eran funcionarios del estado que iban asumiendo nuevas responsabilidades y tareas burocráticas sin apenas discusión. Los dirigentes sanitarios italianos ponían los ojos en blanco, muy extrañados de semejante situación, que efectivamente se diferencia bastante de la de otros países de nuestro entorno.

El agotamiento del sistema


Este carácter funcionarial obligado representó por una parte la fuerza, pero también está en la base de las debilidades de la atención primaria. A lo largo de los años se han intentado paliar con algunas iniciativas locales de autonomía de gestión que no han desembocado en nada concreto y que no han contribuido significativamente a solucionar el problema, tanto por la resistencia al cambio del propio sector como por el escaso entusiasmo de las autoridades sanitarias para afrontar el problema.

El tiempo, aunque dicen que todo lo cura, lo que ha conseguido aquí es empeorarlo bastante más. Por una parte, los médicos que asentaron el modelo en los ochenta y primera mitad de los noventa, muchos de ellos “baby boomers” han ido cumpliendo años al mismo ritmo que se iban desencantando con su situación laboral (las enfermeras llevan una dinámica distinta al pasar muchas de ellas desde los hospitales, pero el envejecimiento es paralelo). Los enfermos se han ido haciendo también mayores, con más pluripatología mientras que la población en general se ha hecho más y más demandante sin que ello se haya traducido en una disminución del número de usuarios a atender que casi siempre han seguido creciendo y reduciendo el tiempo medio dedicado a cada uno de ellos que en algunas áreas roza ya el ridículo. El mítico 25% del presupuesto para atención primaria está lejos de alcanzarse porque tal y como están estructurados los dos niveles, los hospitales van a tirar siempre mucho más del gasto y de forma más perentoria a los ojos del gestor responsable. Si no se modifican radicalmente los cometidos a desempeñar por cada uno, la situación difícilmente se va a modificar.

Las consecuencias de todo este proceso en el ánimo de los médicos de familia eran fáciles de prever desde hace bastante tiempo, con trasvase masivo a los servicios de urgencias, a otros países, a la privada (sobre todo en el caso de los pediatras), a la gestión, directamente a la jubilación o a cualquier otro destino a su alcance. Las posibles soluciones paliativas han sido expuestas y tratadas extensamente en estas páginas por perfectos conocedores del problema y no las voy a repetir. Pasan desde luego por un aumento considerable de la inversión en el sector que ya se puso de manifiesto en la Comisión de Reconstrucción y que como tantas otras cosas pasó a dormir el sueño de los justos. Sin embargo, lo que si es imprescindible es una reconsideración total del sistema que sobrepasa tanto a los profesionales como a las comunidades y que solo podría encabezar y dirigir el ministerio de sanidad.


"Uno puede recordar con añoranza la acción de ministros como Ernest Lluch con la sanidad centralizada o Ana Pastor con la gestión ya transferida, pero con la mayoría de los de las últimas dos décadas [...] es rigurosamente imposible que se afronte transformación alguna de mediano calado. Leen los discursos que les escriben para los saraos sanitarios o políticos, inauguran lo que se les pone a tiro, se hacen fotos [...] y cuando quieren darse cuenta, a otro cargo habitualmente mejor remunerado. No dan para más".



Pero aquí viene el problema que cierra el círculo vicioso. Uno puede recordar con añoranza la acción de ministros como Ernest Lluch con la sanidad centralizada o Ana Pastor con la gestión ya transferida, pero con la mayoría de los de las últimas dos décadas, casi todos ayunos de conocimientos de gestión sanitaria y con una esperanza media de supervivencia en el cargo de año y medio (que en algunos parece eterno), es rigurosamente imposible que se afronte transformación alguna de mediano calado. Leen los discursos que les escriben para los saraos sanitarios o políticos, inauguran lo que se les pone a tiro, se hacen fotos, en los últimos tiempos recitan como papagayos las consignas diarias de presidencia del gobierno y cuando quieren darse cuenta, a otro cargo habitualmente mejor remunerado. No dan para más.

Y así seguimos, año tras año, con la sanidad en general y la primaria en particular cada vez más deterioradas, un conflicto local de vez en cuando que finaliza con algún que otro parche, las eternas acusaciones de privatización de la izquierda en los sitios o en los periodos en que gobierna la derecha (en realidad una incompetencia compartida y sucesiva) y sin nadie que sea capaz de liderar la verdadera revolución e inyección de recursos que necesita el sector sanitario. Efectivamente, desde hace ya muchos años, los distintos ministros han representado poco más que nada y bastante menos que algo útil. No hay más que recordar y resumir los resultados de la gestión de cada uno de ellos.