El segundo jueves del mes de marzo se celebra en todo el mundo el Día Mundial de Riñón, auspiciado por la Sociedad Internacional de Nefrología, sus homólogas nacionales, entre nosotros la Sociedad Española de Nefrología (SEN) y demás entidades oficiales y de pacientes renales. Este año se ha decidido organizar unos días antes, en la sede del Congreso de los Diputados una jornada sobre la Enfermedad Renal en España, con la participación de los máximos responsables políticos y técnicos, a la que he sido invitado como miembro del Comité Asesor de la SEN.

Es un día que representa una llamada de atención sobre las enfermedades renales, algo a lo que, desde uno u otro lugar, he dedicado la mayor parte de mi vida profesional. Por ello, creo que lo mejor que puedo aportar es una reflexión personal sobre cómo ha evolucionado la lucha contra la insuficiencia renal en nuestro país, porque sin duda de ello se pueden sacar enseñanzas acerca de su evolución en el futuro.

En 2022 se cumplen las bodas de oro de mi promoción de medicina de la Complutense, lo que quiere decir que mis primeras experiencias con la enfermedad renal datan de principios de los años setenta, que ya son años. Los primeros enfermos con insuficiencia renal que tuve ocasión de atender me impresionaron profundamente. Eran personas jóvenes, que tenían que afrontar sesiones de hemodiálisis de hasta 12 horas, con unas máquinas entre artesanales y prehistóricas, o bien unas sesiones de diálisis peritoneal que duraban días, todas ellas mantenidas en principio de por vida porque la posibilidad de trasplante era aún casi nula.


"En los años 70 no había personas mayores en diálisis por la sencilla razón de que no se podían admitir para tratamiento y simplemente estaban condenadas a morirse. [...] En España no existieron los llamados “Comités de la Muerte”, que sí se dieron formalmente en otros países, pero puede decirse que funcionaron de facto"



No había personas mayores en diálisis por la sencilla razón de que no se podían admitir para tratamiento y simplemente estaban condenadas a morirse. No disponíamos de riñones artificiales para todos y era preciso hacer una dolorosísima selección que hoy nos parecería insólita, basada en criterios de edad e incluso de “utilidad social”. En España no existieron los llamados “Comités de la Muerte”, que sí se dieron formalmente en otros países, pero puede decirse que funcionaron de facto. Incluso para los jóvenes había que buscar vías alternativas como decir que había tenido un fracaso renal agudo, que hizo comenzar la diálisis y que luego no se pudo suspender: era la única forma de que el entonces Instituto Nacional de Previsión (INP) autorizara y financiara el tratamiento.

Aquellos primeros enfermos fueron verdaderos héroes. Muchos de ellos eran perfectamente conscientes de que estaban viviendo los inicios de unos tratamientos aún muy rudimentarios, pero que eran necesarios para conseguir un futuro mejor para otros, y dieron su vida por ello, a veces en situaciones dantescas. Recuerdo con horror durante mi etapa de residencia una epidemia de virus B en diálisis, con una gran mortalidad entre los enfermos por hepatopatía fulminante y gran afectación también entre el personal sanitario, y otra de intoxicación por aluminio (aunque ni siquiera sabíamos que se trataba de eso) con multitud de casos de demencia dialítica y osteomalacia extrema con fracturas espontáneas desastrosas. Imposible olvidar aquello e imposible no sentir la necesidad de que había que hacer algo para intentar corregirlo.

La vida de los enfermos renales


Igualmente imposible era no involucrarse en la durísima vida de los enfermos y en la de sus familias: no era solo un problema médico sino también y muy fundamentalmente social. La nefrología, una especialidad que había escogido, en gran medida por sus grandes posibilidades tecnológicas, (la única entonces que ofrecía una máquina y un trasplante para tratar el fallo del órgano) pronto se manifestó como de un altísimo contenido social, y además en un momento convulso de la historia preconstitucional de España en el que todo estaba por conquistar. No se podía mirar para otro lado.

Tuve la suerte de formarme en un hospital, la Fundación Jiménez Díaz, donde el objetivo era el tratamiento integral de la enfermedad renal crónica, con la búsqueda del mejor tratamiento para cada enfermo en cada momento. Era uno de los dos o tres hospitales en España, junto con el Clinic de Barcelona y poco más, donde ya se hacían trasplantes de una forma reglada y lo mismo con un gran programa de hemodiálisis domiciliaria, con enfermos dializados por sus familiares, que de esta forma podían regresar a su domicilio, a veces muy lejos de Madrid por falta de unidades.

Toda esta experiencia y esta filosofía la pude transmitir después al Hospital Ramon y Cajal, que generó el mayor programa español de hemodiálisis en casa, con cerca de 200 enfermos (que aún hoy, 40 años después seguiría siendo puntero) y siguió con un programa muy activo de trasplante renal. La técnica mejoró, la sociedad también, y por tanto la calidad de vida del enfermo renal, pero en el plano general de la sanidad española, no acabábamos de ponernos al nivel de otros países de nuestro entorno ni en número de trasplantes ni en modalidades domiciliarias de diálisis. Desde el hospital veíamos que lo que habíamos hecho funcionaba, pero los centros que hacían cosas parecidas no eran todavía suficientes y estaban desconectados entre si.


"Es un enorme orgullo poder decir que, durante muchos años, el español que ha necesitado de un trasplante renal para seguir viviendo ha sido el ciudadano de todo el mundo con mayores posibilidades de conseguirlo y además dentro de un sistema público, universal e igualitario. Nada más ni nada menos que eso. Realmente hacerse nefrólogo mereció la pena"



Fue entonces cuando en 1989 surgió la posibilidad de hacer algo más: la Organización Nacional de Trasplantes (ONT), entonces solo un bonito nombre en una pared, pero sin nada dentro. La historia, creo que es ya bastante conocida: concentrar los esfuerzos en la donación de órganos, profesionalizar la misma a través de los coordinadores y extenderlo hospital por hospital, comunidad por comunidad, año tras año, mejorando siempre el proceso y con una idea siempre en la cabeza: si la gente no dona o no dona lo suficiente, no es culpa suya, es que algo hemos hecho mal y hay que solucionarlo.

Y a partir de ahí, lideres mundiales de donación de órganos en solo 3 años y así hemos seguido durante 3 décadas (nada similar en cualquier campo de la vida española), único país importante con más enfermos con trasplante funcionante que en diálisis, con una lista de espera en continuo descenso pese a la continua ampliación de criterios y el enorme orgullo de decir que durante muchos años, el español que ha necesitado de un trasplante renal para seguir viviendo ha sido el ciudadano de todo el mundo con mayores posibilidades de conseguirlo y además dentro de un sistema público, universal e igualitario. Nada más ni nada menos que eso. Realmente hacerse nefrólogo mereció la pena.