Hasta 4.097 personas murieron por suicidio en nuestro país en el año 2022, según los datos aportados por el Instituto Nacional de Estadística. La experiencia nos dice que, seguro, esta cifra es inferior a la que realmente representa el escenario de fallecimiento por una acción voluntaria de esta naturaleza. Más de 4.000 personas decidieron “resolver” su dolor inmedible y desesperanza quitándose la vida. Un número dramático que, según el registro histórico, va a más y configura una realidad de evidente fracaso de nuestra organización social.

No es sencillo imaginarse el momento en el que esas personas tomaron definitivamente la decisión. Y más complejo es, sin duda, ponerse en su lugar justo en el momento que, terriblemente, acabó por consumarse la acción. “No puedo más. Se acabó. Hasta aquí. Ya no hay más”. A partir de ahí, el silencio. El viento moviendo las cortinas. Se van, se quieren ir. No han encontrado respuestas suficientes a su dolor, desesperanza y desconexión. De todo lo que les rodea, de sí mismos.

No siempre anida la enfermedad mental tras un suicidio. Es imprescindible ahondar en este hecho, en semejante realidad. Existen determinantes sociales y también personales que, sin mediar trastorno psicológico tasado, marcan un antes y un después en sus vidas. El entorno (en sentido amplio entendido), más o menos cercano, más o menos sensible, accesible, oportuno y/o eficaz, no ha sido suficiente para sostener sus vidas, iluminar su espacio, alumbrar nuevas salidas, opciones, escenarios… Porque la vida se “juega” en las distancias cortas, en el “tuya-mía” de nuestro día a día. Desde que nacemos. Y donde nacemos, y cómo crecemos.


"No siempre anida la enfermedad mental tras un suicidio. Existen otros determinantes"



Más de 4.000 personas se nos van, casi siempre sin decir adiós, adheridas profundamente al sufrimiento que empapa su piel, su corazón, su alma. No hay luz al final del túnel porque tampoco ven que exista un túnel. A partir de ese momento quedan quienes vivían a su lado, compartían espacio, miradas, conversaciones, vida, hasta algún proyecto que otro… Quedan, no siempre en pie, los llamados “supervivientes”: familiares, amigos, compañeros, allegados… Y queda el dolor insondable, a veces la culpa… También, en ocasiones, la vergüenza. La incapacidad para hablar, para explicar, para seguir “andando”. Casi para respirar, para vivir también. No es fácil cuantificar cuántas y cuántas personas viven esta experiencia cada año. Tal vez haciendo algún que otro cálculo multiplicativo sencillo...

La Organización Mundial de la Salud ha fijado el lema “Crear esperanza a través de la acción” como tema trienal del Día Mundial para la Prevención del suicidio de 2021-2023. Una poderosa llamada a la acción y recordatorio de que existen alternativas a la conducta suicida y de que a través de nuestras acciones podemos alentar la esperanza y fortalecer la prevención.

La acción pasa, debe pasar, por identificar las claves y determinantes que llevan al dolor y la desesperanza de las personas. Y actuar siempre. Desde los diferentes escenarios que marcan las políticas preventivas de la conducta suicida, por supuesto, en el contexto universal (desarrollando acciones dirigidas de manera general a toda una población, independientemente del nivel de riesgo a que esté expuesta), en la acción selectiva (cuando la situación de riesgo brota) y, claro, en la intervención indicada (en situaciones específicas de daño y trastorno identificados).

Crear esperanza a través de la acción. En las distancias cortas… Porque la salud mental cuaja en ellas, en el modo en que vivimos, pensamos, sentimos y hacemos. Con quienes vivimos. Donde vivimos.

La imprescindible "mirada global" y acción comunitaria


Es imprescindible actuar. Precisamos de un marco que integre de forma adecuada la reflexión y toma en consideración y medidas sobre los procesos que ponemos en marcha en nuestra organización social. Tales como:

  • Nuestro modo de vida, cultura, valores, ritmos y prioridades.
  • Los modelos educativos en el contexto familiar.
  • El papel de las familias en la generación de comunidades educativas participativas.
  • El papel de los centros educativos (y la incorporación orgánica en las plantillas de los centros de la especialidad de Psicología educativa).
  • La intervención en el marco de los servicios sociales (y la presencia de la Psicología en los modelos de atención social primaria).
  • El desarrollo de programas y la acción de los Ayuntamientos en la promoción del bienestar de la infancia, adolescencia y juventud.
  • La respuesta de salud comunitaria de la Atención Primaria (y la imprescindible incorporación estructurada, integrada y estable de la Psicología en ella) y, por supuesto…
  • La atención especializada en salud mental (y el necesario crecimiento de plazas PIR y especialistas en Psicología Clínica y la creación de la especialidad en Psicología de la infancia y de la adolescencia).
Actuar de manera combinada. Los diferentes sistemas al servicio de las personas y la continuidad de los cuidados. Y en el contexto de un Plan Nacional de Prevención de la Conducta Suicida, que aporte uniformidad y criterio compartido a las iniciativas y planes de las diferentes comunidades autónomas. No existe otro camino.