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24 sept. 2015 23:18H
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El 23 de septiembre permanecerá en la memoria de la opinión pública como el día que pudo ser, pero finalmente no fue en el caso de la talidomida. El Tribunal Supremo desestimó el recurso presentado por la plataforma de afectados para que Grünenthal, creador del medicamento causante de sus malformaciones, se hiciera cargo de su responsabilidad para con las víctimas. El laboratorio, que no duda en erigirse adalid en lucha contra el dolor de los pacientes, se va de rositas, al menos de momento, obviando el que está causando en las víctimas. Pero mucho más difícil le va a resultar escapar de la pésima imagen corporativa que se ha ganado gracias a una política del ‘todo por la pasta’ que, pese a contar con el respaldo legal, carece por completo de justicia, entendido el término en su sentido más amplio.

Resulta curioso, casi paradójico, que una de las principales estrategias de acercamiento a los pacientes emprendida por el laboratorio esté centrada en el dolor. Se trata de una acción muy loable, por supuesto, en un campo en el que resulta necesario avanzar. Pero, ¿qué hay del dolor que ellos mismos, por supuesto sin intención de hacerlo, causaron?¿Dónde quedan las personas que la talidomida convirtió en pacientes crónicos y dependientes? Con esos lleva décadas lavándose las manos.

La realidad empresarial ha dado un vuelco en los últimos tiempos, dando paso a una época en la que la ‘dictadura de las cifras’ compite con otros elementos fundamentales como la responsabilidad corporativa y la imagen de marca. Con la talidomida, y aunque esté amparado por la decisión de la Justicia, Grünenthal ha tirado ambas por la borda. Ha preferido dar la espalda a los pacientes y litigar con personas cuyas vidas se han visto destrozadas por su culpa para ahorrarse las indemnizaciones que, sin lugar a dudas, merecen. Y para ello ha optado por agarrarse a un argumento indigno, el de la expiración del plazo para hacer reclamaciones indemnizatorias, dado que su responsabilidad en la desgracia de las víctimas, su dolor, está más que demostrada.

Tras conocerse el fallo del Supremo, al que sería un error señalar como culpable de esta situación, las reacciones en contra se han sucedido como una avalancha. Incluso ha conseguido algo tan complicado como que todos los partidos políticos se pongan de acuerdo y afirmen que “hay cosas que no deberían prescribir nunca”. Las malformaciones de los afectados no lo harán, ni tampoco el importantísimo deterioro que éstas producen en su calidad de vida. Y por supuesto, y por más que quiera negarlo, tampoco lo hará la responsabilidad moral que Grünenthal tiene con ellos hasta que no los compense, al igual que lo ha hecho en otros países, por el daño causado. Por el dolor, en este caso moral, no aliviado.

La nefasta gestión que la farmacéutica alemana ha hecho de este asunto traspasa los límites del daño que pueda producirle a sí misma – ya hay médicos que se plantean ‘boicotear’ sus productos como respuesta a lo que consideran una injusticia-. Y es que si la imagen de la industria farmacéutica es en ocasiones negativa,  lo es por actitudes de este tipo. La mejor manera de revertir esta realidad es hacer exactamente lo contrario que Grünenthal: optar por la honestidad y hacerse responsable de todos y cada uno de sus actos sin que una sentencia obligue a hacerlo. Con la talidomida se ha convertido en un ejemplo: el de lo que no hay que hacer.

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