Como no puede ser de otra forma, desde esta columna solemos hablar de temas generales de nuestra sanidad con una incidencia potencial sobre una buena parte de la población. Pero con este enfoque se corre el riesgo de alejarse la realidad y de no ver aspectos del día a día de la atención sanitaria que desde luego afectan y a veces no para bien a muchos miles de personas.

En esta ocasión quiero referir brevemente mi experiencia como familiar de enfermo durante la época navideña en uno de los más afamados hospitales públicos madrileños (no voy a señalar cual, no viene al caso).

Se trataba de una octogenaria con pluripatología articular, hipertensión, diabetes…pero con un estado general aceptable hasta que tuvo que ingresar por un episodio respiratorio agudo. Con tan mala fortuna que su llegada al hospital se produjo el viernes 21 de diciembre previo al macropuente de Navidad con lo que tras una primera y única evaluación correcta fue informada que durante los días de fiesta o puente (22,23,24 y 25) solo la vería el médico de guardia en caso de urgencia.

Y así fue. A golpe de hiperglucemia, tensión arterial mal controlada y otras incidencias fue vista en varias ocasiones por diversos médicos que no dudo atendieron dichas complicaciones de la mejor manera posible, pero desde luego sin ninguna visión global de la evolución de la enferma.

Durante los escasos días entre fiestas fue vista dos veces por una misma médica (distinta a la del ingreso por supuesto) hasta que se adentró en el segundo macropuente (29,30,31 y 1). En esta ocasión su resistencia al hospital no fue tan firme: mal anticoagulada hizo un sangrado abdominal con hipotensión (acrecentada por los antihipertensivos que tardaron en ajustarse), deterioro de la función renal, del control de la glucemia y del estado general que hicieron temer muy seriamente por su vida y desde luego por su recuperación.


"Los japoneses fueron los primeros en señalar que una queja es un tesoro porque nos permite tomar conciencia de un problema no detectado a tiempo"


Pasaron las fiestas, no sin el puente de Reyes de otros tres días y tras no pocas incidencias como una intoxicación alimentaria de una buena parte de la planta de hospitalización que fue informada eufemísticamente como “medicamentosa”, fue mejorando poco a poco hasta ser trasladada a un centro de media-larga estancia donde tras completar una aventura de un par de meses logró volver viva a casa para proseguir una larga y penosa recuperación.

Debo decir que ni los médicos de guardia ni quienes finalmente llegaron a ocuparse de su evolución escatimaron ningún tipo de exploraciones (el informe de alta era un compendio de las mismas), a veces un tanto agresivas pero que podían haberse evitado simplemente con una atención correcta y bien dirigida que, al menos en mi opinión, muy probablemente se habría traducido en el alta de la paciente en no más de una semana y sin tanta yatrogenia encima.

De igual forma, la atención de enfermería y de todo el personal auxiliar, en muchas ocasiones claramente sobrepasados por el volumen de trabajo, fue en todo momento de gran profesionalidad y es de estricta justicia señalarlo así.

Deterioro del sistema sanitario


No creo ser sospechoso en cuanto a mi apoyo incondicional a la sanidad pública a la que he dedicado toda mi vida profesional. En no pocas ocasiones he glosado los muchos éxitos del Sistema Nacional de Salud, y desde luego no solo en el capítulo de los trasplantes, pero lo que he tenido ocasión de ver y experimentar a través de mis familiares me parece sintomático, tremendamente preocupante y reflejo de un deterioro del sistema. Algo que no creo atribuible, o al menos no totalmente, a un déficit de recursos sino más bien a una mala orientación y desde luego a una desastrosa organización (yo diría que inexistente) que condiciona una falta generalizada de responsabilidades de las que el único seguro perjudicado es el propio enfermo.

Ojalá que lo descrito sea un caso puntual y no un termómetro de una situación deteriorada, aunque sinceramente lo dudo: a todo el mundo le parecía aquello de lo más normal.

Los japoneses fueron los primeros en señalar que una queja es un tesoro porque nos permite tomar conocimiento de un problema no detectado a tiempo. El cliente que se queja está asesorando gratuitamente sobre los puntos flacos de la organización y además está confiando en su capacidad para solucionar el problema. Si alguien se da por aludido y retratado con estas líneas y con ello adopta medidas habrá que dar por bien empleada su publicación.