Antonio Piga.
Para la historia oficial, el final de la dictadura se precipitó la madrugada del
20 de noviembre de 1975. Sin embargo, para
Antonio Piga, entonces un joven médico forense de 36 años, el reloj de la transición biológica del régimen se había puesto en marcha exactamente un mes antes. Fue el 20 de octubre cuando el doctor
Vicente Pozuelo, médico de cabecera de
Francisco Franco, se presentó en su despacho del Centro Nacional de Especialidades Quirúrgicas pidiendo
"la máxima discreción". Piga recuerda con
Redacción Médica aquella noche con plena nitidez pese a los 86 años que ensombrencen su memoria y destaca que guardar aquel secreto no le supuso ninguna dificultad.
Pozuelo traía un mensaje que no podía confiar al teléfono por miedo a las escuchas o a la prensa: el Gobierno había activado la
'Operación Lucero', el plan secreto diseñado para gestionar las exequias y el cambio de régimen. Franco agonizaba y el plan incluía, de forma imperativa, el embalsamamiento del cuerpo. Aquella visita tenía un objetivo claro: reclutar al padre de Piga, catedrático de Medicina Legal, para liderar la misión final de preservar al Caudillo.
Antonio Piga en su juventud.
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Hoy, medio siglo después de aquella noche histórica,
Antonio Piga es el único superviviente de aquel equipo de cuatro hombres que tuvo en sus manos la responsabilidad de detener el tiempo en el rostro del dictador. A sus espaldas queda una larga carrera como profesor universitario y funcionario de la
Organización Mundial de la Salud. También recuerda con añorancia los años en los que fue Presidente de la
Comisión de Deontología del Ilustre Colegio Oficial de Médicos de Madrid y vocal de la Comisión Deontológica de la Organización Médica Colegial de España, pero la memoria colectiva insiste en devolverle una y otra vez a aquella sala de operaciones improvisada.
Un rompecabezas vascular
Piga recuerda el proceso sin la mística política del momento, centrándose en el desafío puramente técnico. El equipo, conformado por su padre, él mismo, el cirujano Modesto Gómez Piñeiro y Antonio Alves Pín, se encontró con un obstáculo mayúsculo: la anatomía de Franco estaba alterada.
El dictador había sido operado en múltiples ocasiones, lo que complicaba la circulación del sistema arterial.
Según relata el forense, "el mayor reto médico no fue la conservación en sí, sino garantizar que el líquido embalsamador —inyectado a través de las carótidas, las axilares y la femoral— llegara a cada rincón del organismo". Las suturas de las intervenciones previas dificultaban el flujo, creando el riesgo real de que alguna zona del cuerpo quedara sin preservar, lo que habría sido un desastre visible durante la exposición pública.
A diferencia de los embalsamamientos rutinarios en España, que solían tener una finalidad estrictamente sanitaria para traslados o inhumaciones tardías, el caso de Franco exigía un componente estético fundamental. El régimen no quería mostrar los estragos de la enfermedad;
"se buscó que el cadáver se pareciese lo más posible a la imagen que el dictador tenía en vida".
La conexión americana de Torrejón
Para lograr ese efecto de "serenidad", el equipo recurrió a una técnica poco habitual en la España de los setenta. La clave estuvo en el cuarto miembro del equipo,
Antonio Alves Pín. Aunque trabajaba en el Instituto Anatómico Forense, Alves Pín era también el embalsamador oficial de la base estadounidense de Torrejón de Ardoz.
Piga explica que, en virtud de los convenios bilaterales, el personal militar o civil estadounidense que fallecía en suelo español debía ser embalsamado y preparado estéticamente para su repatriación, siguiendo los estándares funerarios de EEUU, mucho más enfocados en la apariencia visual que los europeos. No fue una improvisación de última hora ni el uso de un
"maquillaje de Hollywood", como a veces se ha especulado; fue la elección deliberada de un profesional que dominaba esas técnicas importadas. Gracias a esa experiencia "americana", se pudo reconstruir una imagen digna sobre un rostro que la enfermedad y el tiempo habían deteriorado severamente.
La frialdad del quirófano
Al rememorar aquellas horas, Piga desmonta la idea del nerviosismo escénico. Asegura que, a pesar de su juventud y de tener bajo el bisturí a la figura que había gobernado España durante toda su vida, no le tembló el pulso.
"Estaba un poco impresionado", admite, pero la realidad biológica se impuso al mito: sobre la mesa no había un líder todopoderoso, sino un anciano cuyo cuerpo había colapsado tras un infarto masivo imposible de recuperar.
Con la perspectiva que otorgan cinco décadas, el doctor Piga asegura que no le molesta ser recordado como
"el embalsamador de Franco", aunque reconoce con cierta resignación que ese hito mediático eclipsa a menudo otros logros científicos de mayor calado en su trayectoria. Al final, reflexiona, la importancia de su trabajo no reside en la fama de aquel paciente de 1975, sino en la vocación de servicio hacia los demás, un terreno donde, asegura, no hay espacio para la vanidad.
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