La agresión de un paciente o su familiar a un médico o a cualquier profesional sanitario es un fenómeno particularmente atroz. Constituye la degeneración más aberrante de la relación médico-enfermo en la que se basa nuestra profesión.

Si echamos la vista atrás hasta los tiempos de la transición democrática está claro que cualquier aspecto de nuestra sanidad ha mejorado objetivamente. El paso de un sistema sanitario fragmentado y obsoleto, basado en la beneficencia, una seguridad social incipiente y una medicina privada poderosa pero limitada y deficiente que conocí de estudiante, hasta nuestro actual sistema nacional de salud constituye una de las transformaciones más espectaculares posibles en solo unas décadas. Logros tan importantes como aumentar en 9 años la esperanza de vida, hoy entre las tres primeras del mundo, reducir a la cuarta parte la mortalidad infantil o a la mitad la mortalidad ajustada por edad, así como nuestros 26 años de liderazgo mundial en donación y trasplantes reflejan una realidad difícil de ignorar.

Pero todo en esta vida tiene sus claroscuros: el médico, que en los años sesenta y setenta ejercía una profesión fundamentalmente liberal, que empezaba ya a transformarse en el profesional hospitalario o de centro de salud que iba a ser, se ha transformado muy mayoritariamente en un asalariado. Ha perdido en gran medida el papel y la relevancia social que tuvo, y en su conjunto ha experimentado un deterioro tanto en sus retribuciones como muy especialmente en sus relaciones con la sociedad, con el enfermo.

Es decir, unos profesionales sanitarios infinitamente mejor preparados, con una capacidad resolutiva a años luz de la de hace medio siglo y mucho mejor organizados han sufrido objetivamente un descenso en el escalafón social que puede medirse de muchas maneras pero siempre con resultados paralelos. La profecía y el deseo de aquel político que en los ochenta prometió que no pararía hasta que los médicos "fuesen en alpargatas" (y no por filias ibicencas precisamente) por desgracia se han cumplido en gran parte y hoy día el salario medio de un médico español es la mitad del de un británico o la tercera parte del de un irlandés.

Por el otro lado, las contradicciones no son menores. Nunca la medicina ha hecho tanto por el enfermo, pero probablemente pocas veces la sociedad ha estado tan "descontenta" con la medicina. Las razones son múltiples, pero básicamente las podríamos centrar en una desproporción entre las expectativas creadas a la población y la realidad con la que luego se encuentra.

Josette Alia era el seudónimo de una escritora francesa, fallecida hace unos años, redactora jefa del diario francés "Le Nouvel Observateur" en el que escribió mucho tiempo y en el que se publicaron hace ya 25 años estas líneas hoy con plena vigencia, que creo resumen bastante bien cuál es la opinión de mucha gente:

En la sociedad actual se considera que:

La SALUD es un derecho
• La ENFERMEDAD una injusticia
• La MUERTE un escándalo

Los ciudadanos queremos
o Que se nos cure
o Una medicina eficaz, igualitaria y justa
o Escoger a nuestro médico
o Quererle y que nos quiera
o Ser más viejos
o Morir con buena salud
Exigimos la cuadratura del círculo


Evidentemente, la capacidad que tiene un médico asalariado y sometido a los vaivenes de las administraciones de intervenir en la mayoría de estas variables es muy pequeña por muy buen profesional que sea y por mucho empeño que ponga en la empresa. La sociedad, entendiendo como tal a políticos, periodistas, médicos y demás agentes con capacidad de influencia, ha creado unas expectativas desmesuradas que esa misma sociedad ha “comprado” y exige su cumplimiento.

Pero la realidad es tozuda y entre la lírica y la épica hay una cierta distancia. El choque con la realidad de la masificación asistencial, de las listas de espera, de la siempre insuficiente oferta ante la imparable demanda genera múltiples frustraciones. Por ambos lados.

Los ciudadanos muestran su descontento de muchas maneras, algunas dirigidas contra el sistema o sus responsables políticos en forma de manifestaciones o similares, y otras por desgracia directamente contra el médico o la enfermería como rostros visibles y más débiles de ese sistema en forma de agresiones verbales o físicas, por desgracia relativamente frecuentes.

Entre el colectivo médico y de enfermería la respuesta a esta situación y a sus consecuencias ha sido históricamente tímida y más individual que colectiva o institucional, aunque esta situación está empezando a cambiar. La imposibilidad de atender las demandas de la población y quizás a sus propias expectativas está en la base de no pocos casos de "burn out" en la medicina y la enfermería que a su vez han inducido depresiones, adicciones y abandono de la profesión. Algo que no es exclusivo de España y de lo que se habla poco pero que es un fenómeno muy preocupante y aparentemente creciente.

Algo va mal en esta sociedad cuando la profesión que requiere un periodo de formación más prolongado, las mayores notas para acceder a ella y que ha conseguido alcanzar uno de los sistemas sanitarios más eficientes del mundo partiendo de unas bases bastante catastróficas reciba estas muestras de incomprensión de una parte pequeña pero significativa de la población. Ellos sí que están enfermos y no se sabe muy bien quien les puede curar.