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9 jun. 2023 9:30H
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Este año se cumplen 30 de la película española '¿Por qué lo llaman amor cuando quieren decir sexo?' (1993), dirigida por Manuel Gómez Pereira, donde Verónica Forqué (DEP) y Jorge Sanz forman el dúo 'Fuego Carnal'.

Más allá de lo ocurrente del título, refleja algo habitual, como es no llamar a las cosas por su nombre. Algo parecido sucede cuando hablamos de sanidad, de gestión sanitaria, de profesionales o de resultados, desde la opinión de los pacientes, a la interpretación de indicadores de calidad, de accesibilidad o de seguridad clínica.

Llamar a las cosas por su nombre es un ejercicio de transparencia y responsabilidad, sin embargo, a veces se reinterpreta el concepto y se construyen relatos, casi siempre beneficiosos para quien los hace, una alternativa para resistir a la crítica y a la continuidad.

Salud está viviendo tiempos difíciles. Esto no es nuevo, pero el temido miedo al cambio, de todas las etapas del sistema sanitario, está más presente que nunca. Ya lo vivimos con la implantación de modelos de gestión clínica, los procesos asistenciales, la historia clínica o la receta electrónica, etc., y ahora la salud digital, la robótica o la Inteligencia Artificial.

Después de décadas de éxito del Sistema Nacional de Salud (SNS), el momento es otro, y sería bueno no seguir haciendo películas, sino llamar a las cosas por su nombre y escuchar de manera activa a los protagonistas de nuestro sistema sanitario, que son los equipos de profesionales.


"Las emociones nos delatan, haciendo que reaccionemos de manera inconsciente ante cualquier situación"



Si dentro de un equipo, un servicio clínico o un centro de salud, los profesionales que lo forman no se sienten integrados, escuchados, reconocidos y retribuidos, difícilmente entenderán y por supuesto no compartirán, las excelencias del relato oficial o el título de la película. Vivirán en una realidad paralela, trabajando juntos, pero con desconfianza y desapego a la organización, en lugar de trabajar en equipo, con entusiasmo y motivación.

Las emociones nos delatan, haciendo que reaccionemos de manera inconsciente ante cualquier situación. Aunque vivimos en la sociedad del conocimiento, nuestro comportamiento sigue las mismas reglas que hace millones de años, mucho antes de las primeras culturas, cuando el objetivo primero era sobrevivir en la selva.

El cerebro primitivo lucha por la supervivencia, la amigdala guarda en su memoria más profunda todas nuestras experiencias, positivas o negativas, y ante cualquier nueva situación se dispara, por más que el neocortex intervenga, aportando racionalidad a la decisión definitiva.

Gestionamos equipos con raciocinio, con objetivos claros, registrando y midiendo indicadores, evaluando resultados, pero a menudo aparcamos la gestión emocional, que es la que manda, y que necesita más actitud y más empatía. Y aquí, “el algodón no engaña”.

Llamemos a las cosas por su nombre.

Decimos que falta motivación, cuando queremos decir que necesitamos atención y reconocimiento al trabajo que hacemos, que no queremos miedos, ni con los miembros del equipo, ni en la organización.

Decimos que necesitamos desarrollo profesional, cuando lo que queremos decir es que confíen en nosotros y que nos den responsabilidades acorde a nuestras competencias.

Decimos que es necesario un buen ambiente de trabajo, cuando lo que queremos decir es que haya interrelaciones personales, que se nos trate con cercanía y de manera empática, y sobre todo, que se nos escuche.

Necesitamos más emoción para trabajar con aCtitud y no solo con aPtitud.