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7 jul. 2014 0:25H
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Alfonso Villa Vigil es un hombre directo, bronco, acaparador de cargos, conocimientos, tretas y normativa variadísima. Pese a esa obligada sonrisa profident que siempre ha mostrado en público, su naturaleza es más bien hosca. Se le ha visto muchas veces hecho una furia como si eso de ser presidente de Consejo General no fuera con él, ni con sus maneras. Es dentista, pero bien podría haber sido un correoso abogado, de esos que nunca contemporizan y solo buscan sentencias condenatorias.

Hasta ahora era el menos famoso de los presidentes de consejos generales sanitarios y, en sintonía con las dificultades de los odontólogos para ganar espacio en la sanidad, su alcance profesional era pequeño. Eso sí, entre los dentistas no tenía rival. Lideraba la profesión a su antojo y nada escapaba a su control, empezando por los enemigos, a los que ha ido desactivando y defenestrando con una pericia de orfebre. Ahora, aunque ya lo había anunciado –y algunos no le creían- se ha echado a un lado, ha dejado la presidencia. Y esta retirada me parece a mí un tanto enigmática, no del todo explicada y que puede que hasta esconda algún movimiento adicional inconfesado. Veremos.

Ha sido presidente del Consejo General cerca de veinte años y ha dicho basta. No se ha ido a la ligera, no. Dicen los presidentes que llevan mucho tiempo de presidentes, mandando y ordenando, siendo obedecidos y adulados hasta la náusea, que lo más difícil es marcharse, mucho más que llegar, qué duda cabe. Y cuesta, seguramente, porque no sabes en manos de quién vas a dejar toda esa obra que, después de tanto tiempo, ya consideras tuya por entero y que no quieres que se desvirtúe con un sucesor fallido. Por eso Villa Vigil se ha preocupado en cuidar, enseñar y finalmente promover a su sucesor, Oscar Castro. Aunque esto no le evita la posibilidad de que su delfín, a la vuelta de unas semanas, se convierta en rana.

Es mi naturaleza, le decía el alacrán a la rana, mientras se ahogaban los dos, incapaz el alacrán de resistirse a picar a la rana, que no era en ese momento rana, sino transporte vital para cruzar el río. Villa Vigil ha sido muchas veces alacrán, ha hecho lo que le ha dictado su naturaleza polémica, impulsiva, poco contenida, nada correcta. Quizá por eso no ha sido más, no ha llegado más lejos. Al poder no le gustan los aspavientos, ni las voces, ni las broncas. Los que mandan prefieren el silencio. Y con Villa Vigil, la cosa siempre corría el riesgo de convertirse en un mitin.

Pero a más de uno, entre los que me incluyo, les habrá sorprendido su buen tino a la hora de ordenar su sucesión, en los dos sentidos, en el de decidir y en el de hacerla con orden. Ha sido un poco sorpresa, pese a todos los anuncios, ese movimiento a lo Pedro Capilla, que parecía que iba a durar toda la vida de presidente de los farmacéuticos y al final se fue, sin ruido, con acierto y orden, y, ahora con perspectiva, puede que en el mejor momento.

Será difícil que la odontología encuentre otro líder similar, en lo bueno y en lo malo. Villa Vigil nunca dio una batalla por perdida, pero su genio ingobernable le hizo perder unas cuantas. Coleccionó enemigos en frentes que ni le iban ni le venían, pero en los que se sentía obligado a luchar, con un romanticismo un poco ridículo, con un tesón barriobajero, que no le pegaba a su tarjeta de presidente. Sería porque, a veces, hasta se le olvidaba que era presidente. Y esto, pudiendo ser bueno, es en el fondo malo, muy malo.

Villa Vigil se queda en AMA, de consejero importante, porque así se lo ha hecho saber en público y en privado el presidente Murillo. Y se queda en el Consejo Asesor de Sanidad, en un cargo que parece también con los días contados. Sin embargo, no le imagino retirado en su clínica, ni en su cátedra de Estomatología. Curiosamente, su trayectoria profesional, diáfana y hasta escandalosamente previsible en la furia de sus movimientos, se torna enigmática en su final.

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