En febrero de 2005 se le ocurrió decir a Pasqual Maragall que Convergència i Unió (CiU) se quedaba con el tres por ciento del coste total de las obras públicas catalanas. Aquello indignó mucho al entonces jefe de la oposición y ahora mártir de la catalanidad, Artur Mas, que amenazó con romper el consenso político que iba a permitir dar luz verde al manido estatut. Quizá fue el primer gran ejemplo de que el separatismo en Cataluña existe como sentimiento en parte del pueblo y como herramienta de negociación política en el Parlament.

Doce años después, la situación no ha cambiado mucho, si bien los atolladeros del 'mainstream' separatista han obligado a pisar el acelerador cubriendo con una gruesa capa de psicosis obsesiva las miserias de un partido reformulado y obligado a convivir por coalición y pacto con la izquierda. Un contexto que en buena medida está afectando al gobierno del sistema sanitario catalán, que, además de haber sufrido los ajustes propios de la pesada crisis, tiene que cargar con las obligaciones políticas de Junts pel Sí. Por un lado, el núcleo inmiscible de una formación en la que chocan dos ideologías contrapuestas: el liberalismo y la socialdemocracia. Y que a su vez han de compartir tablero para que salgan las cuentas parlamentarias con los antisistema de la CUP, que tienen una visión de la gestión sanitaria que no va mucho más allá de la creatividad para generar soflamas populistas que cogen lo peor de la ideología: el maniqueísmo reduccionista del eslogan.

Un panorama de contrarios que se materializa en la figura de Antoni Comín, que acaba de cumplir un año al frente de la Consejería de Salud, logrando en el ejercicio práctico de la política una trayectoria bien definida por la coreografía de dar un pasito para adelante y otro para atrás. Titulares grandilocuentes que han resultado ser marcas de agua difuminadas, pues a cada exceso dialéctico del conseller, la realidad ha levantado la mano para recordar que está ahí, debajo de las banderas.

Es el drama de la política rupturista catalana, entroncada en poner un objetivo que la mayoría de los catalanes no quieren como prioridad, a pesar de la costumbre de hacer confundir el porcentaje de los que quieren votar con el de los que votarían por marcharse de España. Un desorden de las necesidades amparado en afirmaciones absurdas, como el desorbitado aumento de la financiación en sanidad si Cataluña no fuera España o la seguridad de que van a continuar en Europa.

El peligro de todo ello es la construcción de programas políticos que se sustentan en esas mentiras porque no solo no resuelven los problemas sino que los agravan ante la evidencia de que a la realidad no se le pueden poner parches de ficción. Así, sería deseable que el Govern dedicara más esfuerzos a plantear proyectos coherentes con el presente y el futuro a medio plazo de Cataluña, lo que no resta la legítima defensa del separatismo. La sanidad catalana no necesita un consejero de un país que aún no existe sino un gestor para los desafíos reales, esos mismos que en cada balance de datos de actividad asistencial le demuestran que sus palabras van por un lado y las carencias de los pacientes y los profesionales, por otro.


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