A veces la política es milagrosa, aunque más por las paradojas que por las obras. El último ejemplo ha llegado con la Agencia Europea de Medicamentos (EMA), a la que el Brexit expulsará de Londres. Una circunstancia que Barcelona ha aprovechado para situarse como candidata a nueva sede, guante que el Gobierno español ha tomado para convertirla en opción oficial del Estado. Una postura que convive con los momentos de máxima tensión entre el Gobierno central y el catalán, pues mientras el Ministerio de Sanidad (y el propio Rajoy) se ha volcado con la ciudad condal, Puigdemont y compañía han catalizado el proceso rupturista con España amenazando con un referéndum por la vía pseudo-democrática y unilateral del ‘sí o sí’.

Para Cataluña, conseguir albergar la EMA supone el cordón umbilical que atará la futurible nación a Europa. Una cuestión esencial si se tienen en cuenta las numerosas voces que, desde distintos ámbitos, sectores e ideologías, han afirmado que la ruptura con España (con la Constitución española) significará su expulsión de la Unión Europea. Una máxima que el pasado mes de febrero volvió a repetir el presidente del Parlamento Europeo, Antonio Tajani, al advertir que ir contra el marco constitucional español es ir también contra el marco legal europeo, lo que supondría una Cataluña independiente que “nunca podrá ser reconocida”.

Más complicado es adivinar la ambición del Ejecutivo español por convertir a Barcelona en sede de la EMA. Es cierto que Cataluña concentra un importante tejido industrial farmacéutico; pero resulta complicado descontextualizar ese músculo empresarial del paisaje político que dibujan entre Junts Pel Sí y la CUP. Ese que otorga pocas garantías de respeto a la ley mezclado con un ejercicio romántico e intencionado del discurso político, y que desde luego no es el más idóneo para vender ‘Marca España’ con quien no quiere estar ahí.

Si el cálculo del Gobierno español es que la EMA sea la moneda de cambio que apague los fuegos independentistas, no parece que a estas alturas del partido sea una opción que se pueda plantear. Básicamente porque resulta complicado apagar un fervor popular ajeno a los razonamientos cartesianos echando cuentas de empleo y mejora económica. Así, y aun entendiendo que un proyecto común siempre traza una ilusión que parece disimular el fondo real de enfrentamiento, sería buen momento para que el Gobierno español se parara a pensar dos segundos antes de volver a hacer un favor a otro Ejecutivo que cada día ningunea con más indiferencia el respeto al marco de convivencia común y, sobre todo, el futuro responsable de todos los catalanes. La política tiene muchas herramientas para lograr acuerdos pero también conviene que procure un estado de las cosas comprensible para todos los ciudadanos. En resumen: saber poner límites al teatro o, al menos, una línea argumental coherente.

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