El 25 de octubre de este año se cumplen 25 años de la presentación del ‘Informe Abril’. Al hilo de esto me parece pertinente hace varias reflexiones sobre los distintos modelos de reforma del sistema de salud que desde antes del informe hemos explorado. Los que teorizamos sobre cómo se debería mejorar y renovar nuestro sistema de salud hemos pasado varias modas o esperanzas.

En los años 80 yo era aún estudiante de Medicina, pero era inquieto, y sabía que en esos años la gran esperanza para reformar nuestro sistema de salud era el desarrollo de la Atención Primaria y Ley General de Sanidad. Pronto, con la crisis económica de finales de los 80, se empezó a hablar de problemas de sostenibilidad y, a principios de los 90, el 25 de octubre de 1991 se presentó  en las cortes el ‘Informe para el Análisis y Mejora del SNS’, comúnmente conocido como ‘Informe Abril’, presentado por Abril Martorell y encargado por el propio Congreso de los Diputados. Ya los políticos de la época se dieron cuenta que es el coste del sistema de salud podía dispararse y endeudarnos por muchos años. Y así fue. No se informa mucho que el déficit sanitario ha sido porcentualmente la partida de gasto que más ha contribuido a la deuda pública. No queda bien acusar a la sanidad de nuestro déficit público. El déficit anual en sanidad llegó a cifras de 15.000 millones de euros anuales.

Tras el ‘Informe Abril’ en los 90, las grandes esperanzas de mejora del sistema fueron el régimen gerencialista para gestionar o controlar más el gasto, y las reformas legislativas basadas en potenciar la autonomía de gestión, lo que vino a llamarse fórmulas alternativas de gestión: fundaciones, empresas públicas, concesiones administrativas, etc.
Llegado el nuevo siglo y la década del 2000, la bonanza económica se encargó de congelar estás iniciativas de mejora, a cambio de centrarse en las transferencias de sanidad a las comunidades autónomas y la implantación en cada una de una red sanitaria lo más potente y autosuficiente posible.

A partir del año 2007 se inicia una fuerte crisis económica, pero los sistemas de salud siguen incrementando inercialmente su gasto y aumentando sus infraestructuras inaugurando nuevos centros y hospitales (algunos los más grandes de Europa y otros que quedaron en estructura) hasta que el año 2010, que empieza a contraerse, como nunca lo había hecho antes, acuciado por un cambio constitucional que suponía la imposibilidad de endeudarse más allá de un determinado nivel. Este período ha sido caracterizado por una vuelta al centralismo administrativo, la eliminar la autonomía de gestión y el control del gasto a través de una férrea disciplina presupuestaria dictada por el Estado y las Consejerías de Hacienda de las comunidades autónomas; que han llegado a ser las que verdaderamente mandan en sanidad en muchos aspectos como inversiones o plantillas.

También se ha caracterizado por el populismo sanitario usando la sanidad como baza electoral, y trasladando el mensaje a la población de que en sanidad cuanto más se haga mejor; cuando resulta que el sistema de cuidados influye sólo alrededor del 25 por ciento en la salud de las personas, según  las estimaciones más favorables, siendo de mayor influencia el medioambiente social y físico y los estilos de vida. Esta época se ha caracterizado por una reacción de profesionales, sindicatos y grupos de usuarios temerosos de perder derechos y calidad, de defensa a ultranza y a veces agresivamente de un modelo de sanidad pública y lo más garantista posible por parte del Estado; rechazando cualquier cambio organizativo de cierto calado  aunque se mantengan la titularidad pública y el control público, si no tienen la pureza debida del personal estatutario y de gestión pública directa. Hasta algunos grupos rechazan la gestión clínica, como un intento de privatización encubierto, lo cual es absurdo, ya que supone un mayor empoderamiento en la gestión de los profesionales (empleados públicos) con mayor autonomía de gestión.

Ahora que se ha estigmatizado cualquier nueva fórmula organizativa que sugiera el uso de herramientas de la gestión distintas a las tradicionales en la sanidad pública, como privatizadora, sólo queda como alternativa políticamente correcta mantener el sistema público de gestión directa tradicional. En esta situación la gran esperanza de mejora del sistema de salud podría haber sido la gestión clínica, que no llega a despegar en todo el SNS y encuentra sus más feroces enemigos en los colectivos que persiguen mantener y profundizar la funcionarización igualitaria del SNS.

Ante el fracaso temporal de la gestión clínica, (al final se impondrá de la mano de los profesionales como un nuevo profesionalismo) ahora nos aferramos a las TICs como la gran esperanza para cambiar el sistema. Aunque las nuevas tecnologías generan también resistencias en ocasiones, la principal cualidad transformadora de las mismas es que se van instalando en nuestras vidas y espacios de trabajo de manera inexorable, sin vuelta atrás cuando nos ofrecen funcionalidades útiles. Están provocando cambios en la sociedad que afectarán al sistema de salud y al sector público en general conforme los usuarios vayan teniendo más información.

Las TICS nos van a hacer cambiar aunque no queramos. Las personas sabrán más y querrá saber más de salud. Harán mucho más fácil la transparencia y la realización de las tareas administrativas del ciudadano con el sistema. También ayudan al profesional a una atención más segura, clara e informada. Sin embargo, no son la panacea. No hay que olvidar que estamos en un sistema rígido donde entre los derechos de los pacientes el de libre elección es muy limitado por motivos organizativos.

¿Qué pasará cuando por transparencia se publiquen resultados de distintos servicios de atención especializada y haya algunos que destaquen por sus indicadores negativos? ¿Cómo se podrá contener la huida de pacientes? ¿Cómo se organizarán los pacientes para exigir mejoras ante la imposibilidad de un cambio masivo de asignación de especialistas? Será este un factor de tensión en el sistema.

Lo bueno es que obligará a los servicios con peores indicadores a mejorar. Los servicios relajados y disfuncionales tendrán que modificarse o los modificarán. Por mucho blindaje que tengan cuando se perciba como un problema de opinión pública y salud pública los resultados o el rendimiento de un servicio público los políticos se verán forzados por la propia opinión pública a actuar y legislar para poder mejorar la situación. Ya ha pasado en la mayoría de los países desarrollados donde se ha legislado sobre mecanismos de evaluación periódica obligatoria de los empleados públicos más adaptados a las exigencias sociales actuales de profesionalidad, información, rapidez y buen trato. Así que el sistema mejorará, y no sólo por nuestros planes sino por la presión social y mediática.

El problema es que esa presión con una información parcial y fascinada por la tecnología sólo busque mejoras en el hospital y la hiperespecializacion, olvidando lo que realmente puede mejorar la salud global de la población: más promoción de la salud,  más cultura de salud relativa a hábitos alimentación y ejercicio, más atención a integrada y a la cronicidad, la fragilidad y la dependencia, más y mejor atención primaria, domiciliaria y sociosanitaria, y una cultura de prevención más social y menos medicalizada. Habrá que luchar por todo ello.

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