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16 feb. 2014 21:57H
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Ha sido sustituido en la Dirección General de Hospitales de la Comunidad de Madrid, pero se ha llevado más titulares que todos los nuevos altos cargos de la Consejería de Sanidad juntos. Es lo que tiene el carisma, de lo que siempre anduvo sobrado Antonio Burgueño, un médico de pueblo que ha llegado alto en la Administración sanitaria seguramente por no tener lo que supuestamente se precisa: perfil político. Siempre ha dicho lo que ha creído y en lo que ha creído y nunca ha medido las consecuencias. A eso le llamo yo libertad de movimientos, que lo mismo te encumbra como te arroja al zopetero. Pero al menos eres libre.

Los periódicos le han despachado con el adjetivo de ideólogo, y en verdad que lo es, pero no de la privatización. Burgueño es el ideólogo por antonomasia, capaz como pocos de enunciar pensamientos sanitarios en directa conexión con la realidad. No es un iluso ni tampoco un iluminado; sabe explicar por qué cree en lo que cree y entonces, al escucharle, termina siendo francamente difícil no pensar lo que él. No pensar como él.

Algunos le llaman embaucador, aunque yo le veo más como profesor. Nadie como él para explicar la esencia de una de sus criaturas, el modelo Alcira, pasando por encima de la autoridad política del consejero Farnós y de la pujanza del subsecretario, un por entonces imberbe Rubén Moreno. Ni todo el establishment de la Consejería valenciana era capaz de quitarle protagonismo a Burgueño, que era único transmitiendo su pasión y su convencimiento en que la concesión administrativa era una revolución para la Administración, para el paciente, pero, sobre todo, para el médico.

Alcira es una bendición para el médico que quiere trabajar más, que quiere ganar más, que no quiere ser funcionario, que quiere ser como sus antecesores, un profesional liberal. Burgueño sabía transmitir su pasión por este nuevo modelo y así procuró hacerlo en los seis hospitales madrileños cuya gestión no se externalizará jamás. No le han dejado, seguramente porque lo malo conocido es lo más seguro y el porvenir siempre inquieta. Puede que ahora el médico madrileño esté más tranquilo, pero quizá eso no sea lo mejor para el sistema sanitario.

Su incorreción es proverbial. Está convencido de que las conquistas laborales de los profesionales sanitarios no son compatibles con la mejora de un sistema al que la sociedad cada vez exige más. Y en esa disyuntiva siempre sitúa la relación médico-paciente, que concibe como el hecho sanitario por antonomasia, independiente de la acción de las administraciones y de las entidades y ligada única y exclusivamente a la libre elección, que termina por ser buena para los dos: para el médico y también para el paciente.

Todo un Pepito Grillo, para bien y para mal, es muy posible que Burgueño supiera que la externalización madrileña, terminara como terminara, iba a ser su última batalla. Muchos iban a ser los sacrificados en un proyecto que ha deparado un desgaste sin precedentes. Y Burgueño seguro que se veía entre ellos, porque nunca rehuyó el cuerpo a cuerpo dialéctico, en los hospitales, y tampoco se escabulló ni escurrió el bulto en el mayor conflicto que ha vivido un sistema sanitario en los últimos años. Seguía yendo a casi todos los sitios donde le llamaban y hablaba en público con la rotundidad y el esmero de los ideólogos, nunca con la prudencia del político. Y después de la frase, del titular, apenas se daba cuenta de su condición de director general, decía muy bajo y al despedirse que, en fin, hablaba a título personal y tal, pero eso ya no importaba, con la de cosas que había dicho…

Para la posteridad, queda esa foto junto con otros altos cargos, en la toma de posesión de su sucesor, en la que Burgueño exhibe su amplia sonrisa del que se sabe por encima del bien y del mal, de vuelta de casi todo, por lo menos, de una sanidad que durante toda su vida ha tratado de cambiar hacia la mejora y que, a grandes rasgos y en sus esencias ideológicas, deja casi igual que cuando llegó. Una lástima, pero nadie podrá decir que no estábamos advertidos.


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