En el año 2010 la crisis económica negada y la subfinanciación crónica del sistema sanitario lo sitúan al borde de la quiebra. La sostenibilidad a expensas de la capacidad de financiar el déficit toca a su fin.

Ahora ya hay que hablar de viabilidad y, además, con carácter inmediato, pues el gasto previsto para el 2011 no podía ser financiado con unos ingresos fiscales disminuidos y una limitación en la generación de déficit.

Todo ello acompañado de un alto endeudamiento y el consiguiente gasto financiero, y sin perjuicio de las asimétricas distribuciones del retorno fiscal a las comunidades autónomas por medio del sistema de financiación vigente, lo cual hace también diferente el efecto de la subfinanciación sufrida a lo largo de los años, para unos más y para otros menos, dependiendo de la antigüedad en la transferencia de las competencias sanitarias.

¿Cómo se puede abordar un problema de esta dimensión de manera general? Diferentes son las soluciones.

Una, sacrificando la universalidad y la cartera de prestaciones, es decir, reduciendo el número de personas derechohabientes y/o limitando las prestaciones de financiación pública. Otra, considerando, en orden de prelación, el derecho a la atención sanitaria y a la protección de la salud como el primero a preservar y reduciendo los costes de la satisfacción de ese derecho. Es decir, gastar menos haciendo lo mismo. Y con igual resultado asistencial o incluso mejorándolo.

Se hace necesario actuar inequívocamente sobre los costes mediante simplificaciones administrativas, reducción de retribuciones y condiciones laborales, reducción del gasto en farmacia y frenando las inversiones.

Para hacer más liviana la situación, se puede acudir a incrementar impuestos, establecer copagos y aumentar el porcentaje de recursos que se destinan a la financiación de las comunidades autónomas que, recordemos, detectan el gasto de las políticas sociales.

¿Qué más hace falta? Explicar bien la realidad y generar confianza en que todos los esfuerzos necesarios obedecen a un único fin: al mantenimiento de un sistema nacional de salud universal, equitativo y contributivo, fundamental para la cohesión social en momentos como los que vivimos.

En España, la responsabilidad del ajuste del gasto con el objetivo de mantener las prestaciones ha recaído sobre las comunidades autónomas, como no podía ser de otra manera, con la contribución del Gobierno del Estado, circunscrita básicamente al gasto farmacéutico y con algún grave error en relación al mantenimiento de la universalidad.

Las reducciones del gasto, en algunos casos, han ido acompañadas de un incremento del tiempo de espera, que se ha ido recuperando con la mejora en la eficiencia, como consecuencia de los cambios organizativos y de resolución.

Ante una situación como la existente, el razonable acuerdo político para preservar el interés general no se ha producido, todo lo contrario.

La sanidad pública se convirtió en un arma arrojadiza de confrontación política a la busca del rédito electoral que pudiera cambiar las mayorías, sin el más mínimo mea culpa ni reconocimiento por parte de nadie de la realidad a la que tenemos que hacer frente. Una actitud que sólo se puede calificar de interesada cuando se hace difícil admitir que los gobiernos salientes desconozcan la situación que dejan y que los entrantes pasen más tiempo justificando a los salientes que defendiendo y explicando sus medidas a un ciudadano y a un profesional a los que el saliente ahora atemoriza.

En Cataluña, las medidas para la viabilidad del sistema sanitario han ido en la línea general antes expuesta: aumento del porcentaje del gasto sanitario público en el presupuesto de la Generalitat en detrimento de otras partidas, incremento de impuestos, reducciones salariales, disminución del gasto farmacéutico, reducción de estructuras administrativas y freno a las inversiones.

Todo ello acompañado de una gestión de la demanda, que aumentó a la espera de reformas del modelo asistencial, y priorizando la obtención de ganancias en eficiencia al incremento de la actividad.

Cabe señalar que se han asumido los incrementos del gasto no financiado por el Estado en investigación e innovación, en el gasto de los desplazados y en la reducción de aportaciones finalistas. Se ha hecho frente a la pasividad a la hora de proteger las políticas sociales con una política presupuestaria. Se han hecho reformas asistenciales e implementado nuevas políticas para combatir la crisis concominante con la económica – que es la del modelo asistencial ante el cambio de la demanda-, el envejecimiento y la cronicidad, la innovación tecnológica y la incorporación de las TIC a los servicios sanitarios.

Pero el abordaje de esa crisis añadida es la que va a garantizar la sostenibilidad futura del sistema. Las medidas de ahora han servido para mantener su viabilidad, pero los factores antes citados han de ser abordados de forma diferente para garantizar su sostenibilidad futura, con independencia de la mejora de la recaudación fiscal.

Las reformas y los retos para la sostenibilidad son harina de otro costal y motivo seguramente de otro artículo, pero no se pueden desligar de la financiación necesaria y, hoy por hoy, insuficiente comparada en términos de porcentaje del PIB destinado en relación con los países de nuestro entorno.

La política sanitaria debe abordar en el futuro todos y cada uno de los factores condicionantes de la salud: genéticos, de entorno, de hábitos y de modelo de atención. Una política proactiva en salud en vez de reactiva ante la enfermedad debe centrar el debate.

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