“Carpe dime, vive el momento”, repetía John Keating a sus alumnos en El club de los poetas muertos. Y es que no todos los docentes alcanzan a comprender la hondura de ese gesto: acoger al estudiante bajo el ala de la confianza, darle voz y encender en él la llama del entusiasmo. A menudo, los alumnos navegamos entre tormentas de dudas, extraviados en la incertidumbre del futuro, preguntándonos si seremos capaces de alcanzar nuestros sueños o si nuestras búsquedas no serán, acaso, tiempo perdido.
Por eso, maestros del mundo, ¡impulsad a vuestros discípulos! No hace falta que los subáis a un pupitre, como hizo el señor Keating, para despertarles la mirada; basta con avivar la ambición que late en su interior, disolver la timidez que les ata, tenderles una mano para que sus ideas no caigan en silencio. El buen docente no solo instruye: celebra los logros de su alumno, acompaña sus decepciones y le recuerda, con su sola presencia, que arriesgar vale la pena.
Hoy, más que nunca, pareciera que las aulas se han llenado de monotonía. Clases que se confunden con sermones memorizados donde los alumnos practican más el arte de fingir que atienden, que el de escuchar. Y, sin embargo, no todo recae en ellos porque, enseñar también exige ser autocrítico, pues hay voces que, con su monotonía, sofocan el pulso de la curiosidad. Yo mismo he estado en ambas orillas, he conocido profesores de todo tipo, pero son muy pocos, los que han dejado huella. Y a ellos les debo no solo haber ampliado mi vocación médica, sino haber sembrado en mí la vocación docente: el deseo de transmitir un día mis conocimientos con la misma cercanía que ellos hicieron conmigo.
Uno de ellos fue mi profesor de Reumatología, el doctor Román. Él me enseñó que la medicina no vive aislada, que respira en territorios insospechados como el arte o la literatura. Gracias a él aprendí a mirar como la historia se entrelaza con la medicina y como el arte, a través de la pintura, se nutre de la enfermedad. Gracias a usted, doctor Roman, pude alzar la voz y exponer todo lo que realmente sabia, dándome un lugar que todo estudiante debería sentir en algún momento. Y aunque nunca me subió a un pupitre, me enseñó a mirar desde más arriba, a contemplar el mundo desde una altura distinta, desde ese punto en el que lo conocido se transforma y lo invisible se revela. Es ahí, donde todo cobra un nuevo sentido.