Addah Monoceros es Médico Interna Residente de Familia y resistente
Confesiones de una médica especialista y resistente
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7 jun. 2018 16:30H
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Este texto no es sólo un homenaje a los R1 MIR.  Es una carta a los residentes mayores. Es una carta a los adjuntos. Es una carta a los tutores, supervisores, docentes. Y la escribo desde mi juventud, desde mi experiencia personal aunque, al fin y al cabo, tampoco sea tanta. Es una carta a los residentes de primer año, pero no a todos. Permitidme ser selectiva esta vez y dirigirme únicamente a aquellos quienes están totalmente para estrenar, tal y como yo lo estuve en mi momento. Creo que lo merecen. Merecen que les dediquemos un espacio aparte.

Yo no había trabajado jamás. Nada de nada. Cero. Mi vida de hospital se reducía a las prácticas de la carrera, y bien sabemos todos que un inmenso porcentaje de las mismas se basaba en sentarse a la vera del médico y observar. Alguna vez te permitían dar algún que otro punto, incluso realizarle preguntas al enfermo o auscultarlo; pero, el resto del tiempo, ¡chitón! Es el problema de la carrera de Medicina: a menudo resulta tan insufriblemente teórica que te plantas seis años después de licenciarte con un montón de información en el cerebro (eso suponiendo que la resaca post-MIR no te haya dejado una amnesia residual) y te das cuenta de que no tienes ni idea. Ni idea de nada.

Yo empecé siendo la peor de mi promoción. Y no lo digo ni con vergüenza ni mucho menos con orgullo. Es algo objetivo, una realidad. Era de las menores cronológicamente. No tenía parientes médicos que me pudieran aconsejar, ergo la jerga sanitaria característica me sonaba poco. Además, mi nota del MIR no había sido particularmente brillante y mi autoestima se hallaba algo decaída. Eso por no hablar de que una buena parte de mis compañeros venía de países donde ya habían ejercido la profesión durante al menos dos años, y otra parte ya se había formado en otras especialidades anteriormente.

Comencé mi residencia totalmente aterrada. Me costaba lanzarme. No era proactiva y lo reconozco. Durante los primeros meses, me sentía apocada, no contaba con ningún tipo de desparpajo, las guardias me dejaban físicamente destruída y, lo que es peor, tenía auténtico pavor a preguntar dudas. Cometí el error de compararme con la mayoría de mis compañeros, quienes se movían por las Urgencias y por la planta como si hubieran estado haciendo aquello toda la vida, hablando con los adjuntos de tú a tú y comunicándose con tecnicismos que yo no había escuchado jamás. ¿Seré tonta? Me llegué a preguntar. ¿Cómo es posible que haya llegado hasta aquí? ¿Cómo es posible que haya pasado una Selectividad, una carrera entera con notables, sobresalientes e incluso Matrículas de Honor en varias ocasiones, y ahora me quede totalmente en blanco cuando me ponen a un paciente delante? ¿Cómo es posible que me sienta tan idiota?

En un momento de lucidez, empero, aprendí a interiorizar unas palabras que me dedicó mi tutor y que no me había detenido a sopesar: “lo importante no es cómo empiece el residente, sino qué construye en esos cuatro años.” Y decidí que hasta aquí. Que iba a lanzarme, que iba a perder el miedo. Que estaba ahí para aprender, que nadie nace enseñado. Que, aunque a priori pareciera más cateta y más perdida que el resto de mis compañeros, iba a fingir que no era así. Existe una frase anglosajona maravillosa que dice “fake it ‘till you make it” (fíngelo hasta que lo logres). El miedo a lo desconocido es comprensible y fisiológico. La diferencia se marca cuando dicho miedo se supera. Y la batalla no era contra ninguno de mis compañeros, sino contra mí misma. ¿Mi consejo? Si no tenéis confianza en vosotros mismos, simulad que la tenéis. Es la clave.

Poco a poco, perdí el miedo a preguntar. Cierto es que he tenido mucha suerte con mis docentes y que rara vez me reprochaban que aquella duda mía era temario básico. Asumí que, cuando hay vidas en juego, no puedes ir de sobrado por la vida y has de preguntar y comentar cualquier cosa de la que no estés seguro. Cualquier cosa. El quid de la cuestión es reconocer la propia ignorancia, y yo era bien consciente de mis carencias. Asumí tales carencias mirándoles a la cara, enfrentándolas. ¿Que se me daba mal interpretar electrocardiogramas? Pues cada vez que solicitase uno, iba a ser yo quien intentara interpretarlo. ¿Que era terrible informando placas de tórax? Pues no iba a parar hasta ser experta en radiología. Al principio, iba prácticamente de la mano del adjunto. Progresivamente, cada vez más suelta.

Insisto en lo del adjunto porque es crucial. Y aquí es donde entran ellos, los docentes, y esto también incluye a los residentes mayores. Están para ayudar. Estamos para ayudar. Los pacientes son lo más importante, son la razón por la que estudiamos esta carrera. Un fallo en un examen puede costarte un suspenso. Un fallo en la práctica clínica puede suponer la muerte de un ser humano. Hay que estudiar. Hay que preguntar. Todo. Por obvio que nos parezca. Conviene fomentar el trabajo en equipo y aceptar nuestra condición gregaria de seres humanos. Hay R1 que me plantean dudas que yo nunca me había preguntado, de la misma forma que un adjunto puede aprender de mí. Por tanto, fuera ego, fuera la competitividad entre rivales, y arriba la sensatez, el sentido común, la capacidad de decir “no lo sé” y las ganas de seguir aprendiendo continuamente.

Esto es una carta para vosotros, R1 para estrenar, que estos días comenzáis vuestras primeras guardias. Esta es una carta para recordaros que no estáis solos. Que yo empecé siendo la peor de mi promoción y ahora recojo unos frutos maravillosos. Los frutos de quien ha ampliado su conocimiento hasta el punto de amar la profesión más y más cada día. Los frutos de quien sabe que nunca se deja de evolucionar. Al fin y al cabo no es como se empieza, sino como se acaba. Sólo hay que reunir el valor suficiente como para emprender el camino en la dirección correcta.