"Uno no elige ser pediatra para hacerse rico.
Lo hace por vocación.” Abel Murgio lo dice sin aspavientos, como quien ha repetido esta verdad tantas veces que ya no le cabe duda alguna. Habla con la serenidad del
médico que ha visto muchas cosas y con la humildad del que no se siente dueño de ninguna. Lleva más de cuatro décadas ejerciendo la
Pediatría. Hoy lo hace desde el Hospital Ochoa en la Costa del Sol de Málaga, pero su mapa profesional y humano está plagado de otras coordenadas: India, Filipinas, Kenia, Cabo Verde, Zambia. Lugares que no visitó como turista, sino
como médico.
Su trayectoria acaba de ser reconocida por la
Academia Europea de Pediatría, que le ha concedido el título de mejor pediatra de Europa, un galardón que, más allá del prestigio, le confirma algo que nunca buscó: que su forma de ejercer la
Medicina, hecha de
compromiso, ciencia y humanidad, no ha pasado desapercibida.
“Es una gratificación. No por saber más o menos, sino porque también se valora lo humano: haber trabajado en varios países, haber
ayudado sin buscar nada a cambio”, cuenta.
Un pediatra en la India
Entre esos países donde dejó huella, Murgio recuerda con especial claridad su paso por la India. Estuvo seis meses en Uttar Pradesh, una región india, en un proyecto llamado
Polio Cero promovido por la Rotary Foundation y financiado por el gobierno estadounidense. La misión era sencilla en su formulación pero titánica en la práctica:
vacunar a cuantos más niños mejor en una de las regiones más densamente pobladas y desiguales del planeta.
“Era mucho más que
vacunar”, matiza. “Era atender niños desnutridos, enfermos, sin acceso a la sanidad más básica. Y hacerlo con lo que teníamos. Porque allí no hay laboratorios, ni tecnología. El diagnóstico
lo haces con los ojos, con la experiencia, con escalas de crecimiento adaptadas a cada entorno”.
Esas herramientas, aparentemente rudimentarias, son la base de una Medicina que se aferra a lo esencial: observar, escuchar, tocar, deducir. Y sobre todo, respetar. Porque el enfoque de Murgio no es el del médico occidental que impone, sino el del profesional que aprende de las
culturas que visita y propone desde ahí.
Una labor, varios destinos
Después vinieron otros destinos. Filipinas, tras un
terremoto en Manila, fue un escenario de urgencia, de Medicina improvisada entre ruinas. En
África, su experiencia ha sido más prolongada y sistemática. Junto a un grupo de colegas italianos, se organiza para viajar cada pocos meses a países donde su presencia puede marcar una diferencia. Se turnan. Quince, veinte días por misión. A veces más.
“Estuvimos en Kenia, en Cabo Verde, en Zambia, ahora hay un compañero en Sudáfrica. No es una cuestión de si tengo ganas o no, es que
me sale del corazón”, dice.
Y es ahí donde insiste en un punto crucial: esta labor no está patrocinada por ninguna
farmacéutica ni organismo público. Es
voluntaria. No cobra. Paga sus vuelos, su alojamiento, su comida. “Esto no es un negocio. Es una necesidad vital. Mientras el de arriba me lo permita, seguiré haciéndolo”.
Tres especialidades, una sola vocación
El campo de acción de Murgio es amplio. A su especialización en Pediatría suma dos ramas que suelen quedarse en un segundo plano: la
cardiología infantojuvenil y la nutrición infantil. Son, a su modo de ver, dimensiones inseparables. Porque si bien las vacunas son importantes, no bastan. Hay que enseñar a alimentarse, a entender qué falta en la dieta de una aldea africana, de una comunidad en Manila, de una familia pobre en cualquier rincón del mundo.
“No puedes hablar de quinoa o de omega 3 a una familia que
solo tiene arroz y mandioca”, advierte. Por eso adapta cada recomendación al contexto, estudia los cultivos locales, busca maneras de complementar con lo posible, no con lo ideal.
La Costa del Sol y otros desafíos
Instalado en la Costa del Sol desde hace cinco años, el doctor argentino reconoce que no ha sido sencillo integrarse. No por falta de voluntad, sino por cómo funciona el sistema. “Aquí me consideran nuevo, aunque lleve medio siglo trabajando”, comenta entre risas.
Allí, en el sur peninsular español, se enfrenta a una
población profundamente multicultural. Familias de todo el mundo, con distintas ideas sobre salud, vacunas o
analíticas. “Hay padres que no quieren vacunar. Otros que solo quieren una analítica para quedarse tranquilos. Hay que educar, pero también hay que tener tiempo para hacerlo”.
Y ese es otro de los desafíos: el tiempo. Las
agendas están llenas. “Pocas veces dedicamos espacio en consulta a hablar de nutrición. Y deberíamos hacerlo más”, lamenta.
Una vida llena de proyectos (y de arte)
A pesar del diagnóstico sombrío que a veces traza, Abel Murgio no es un hombre derrotado. Su energía sigue intacta. Quizá porque nunca ha puesto todos sus huevos en la misma cesta. A su vida médica se suman otras facetas que sorprenden:
compone canciones —ya lleva más de cincuenta— y
pinta cuadros en estilo ‘naif’. Más de ochenta obras. Acrílico cromático, colores vivos, escenas cotidianas.
“El otro día me dijeron que soy
polifacético. Me hizo gracia”, cuenta. Pero no lo niega. Si algo le define es esa capacidad de multiplicarse, de seguir adelante, de soñar. “De chico quería ir a la Luna. Todavía lo digo: hay que soñar”.
Y su mayor sueño, el más real de todos, sigue intacto: “Ver que los niños que he tratado crecen sanos, que sus padres han podido cuidarlos mejor gracias a lo que hemos hecho. Que no sean solo sanos de cuerpo, sino de
espíritu, de valores. Eso es lo que me importa”.
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