Marta Orozco, tutora MIR, junto a compañeras residentes, a la izquierda Lucía Mateos.
Después de cinco años de formación intensiva, muchos médicos internos residentes (
MIR) llegan a su último año con una mezcla de orgullo y vértigo. Tienen la preparación, la experiencia, la vocación, pero no siempre las certezas. Dos residentes a punto de terminar su especialidad cuentan a
Redacción Médica cómo afrontan este
momento de transición, entre el deseo de quedarse y la posibilidad de marcharse, entre la pasión por su trabajo y el cansancio de una
precariedad que parece estructural.
“Yo ahora
veo el futuro negro, la verdad”, resume una residente de
Cirugía General de un hospital del sur de Madrid. “Cuando haces el
MIR eliges una especialidad que te gusta, pero no pensando en si tendrá salida laboral. Aunque se diga que los médicos tenemos poco paro, hay ciertas especialidades que tienen algo de
paro”.
Esta residente en Cirugía General valora positivamente sus cinco años de residencia. Ha rotado por centros como
La Fe de Valencia o Puerta de Hierro, y por diversas especialidades quirúrgicas como
Plástica, Torácica o Vascular. “He aprendido mucho y he podido ver cosas que en mi hospital no veíamos tanto”, explica. El problema, asegura, llega ahora. “Hay trabajo, tanto en la pública como en
la privada. Lo que pasa es que es un trabajo de muy mala calidad, muy precario. Contratos malísimos, solamente de guardias. A lo mejor en un año imagínate haber firmado
25, 30, 40 contratos”.
La estabilidad, explica, es una palabra ausente en el vocabulario de quienes están a punto de terminar su residencia. “Es difícil establecerte en un sitio, y eso sumado a que en Madrid ya lo sabe todo el mundo, es imposible
alquilar una casa, es
imposible independizarse. Además, como no son contratos indefinidos ni tienes seguridad de que vayas a tener trabajo todo el año, no puedes continuar con tu vida”.
Dos realidades, diferentes dilemas
Tanto ella como nuestra siguiente protagonista valoran de forma positiva su formación como residentes. En el caso de Lucía Mateo, residente de
Oncología Médica en el
Hospital Clínico de Valladolid, destaca especialmente la riqueza profesional y humana de su especialidad: “Hay muchas opciones de futuro y muchas ofertas de distinto tipo: investigación, consulta habitual, trabajo en la pública o en la privada. Comparto con compañeros y sí que estamos notando que está creciendo bastante”.
Lucía empezó en 2020, en plena
pandemia. “No pudimos hacer todos los cursos de inicio a residencia como los PTCs o los seminarios. Y en Oncología hay que estar muy preparado, pero también saber manejar
la parte emocional. El paciente te toma como referencia y eso hay que saber controlarlo anímicamente”.
La implicación emocional de su especialidad es constante. “Algún paciente ha fallecido, incluso más joven que yo, y eso lo recuerdo: la cara, el nombre, los apellidos. Muchas veces
no te esperas que te toque a ti dar la mala noticia. Estás de guardia, el oncólogo de referencia no está, te lo encargan a ti y tienes que salir del paso. Siempre con empatía”.
Lucía, al igual que la otra residente, ha rotado fuera de su hospital: en Valencia y ahora en Madrid. “Te llevas perspectivas de otros lugares, lo bueno y lo malo. Muchas veces te das cuenta de que en todos los sitios hay cosas buenas y cosas malas y que salimos más o menos
igual de bien formados”.
Formación sólida, expectativas en el aire
A pesar de los contrastes entre sus especialidades, ambas comparten una misma preocupación: la desconexión entre el esfuerzo formativo y las condiciones que ofrece
el mercado laboral. “Estoy empezando con el currículum, hablando con jefes de servicio de Madrid y alrededores. Trabajo habrá, lo hay, pero estoy buscando alternativas. Tengo una amiga
en Irlanda, igual me voy. No sé si voy a acabar
saliendo fuera de España”, explica la residente madrileña.
Sobre la
privada, lo tiene claro: “Tienes que trabajar muchísimo para poder tener ganancias. Si eres autónomo, tienes que pagar la cuota de autónomo, el seguro de responsabilidad civil privado, todo. Y para que te salga rentable,
tienes que echar muchas horas”.
Lucía, por su parte, también empieza a pensar en los próximos pasos: “Siempre quise quedarme en Valladolid, pero ahora estoy rotando en Madrid y me he dado cuenta de que
hay muchas opciones laborales, tanto en la pública como en la privada. No descarto buscar algo aquí, un poco por cambiar de aires, pero tampoco quiero cerrar las puertas a mi ciudad”.
“Salen más que preparados, pero con muchas incertidumbres”
Marta Orozco, oncóloga médica y tutora de residentes en formación, conoce bien esta fase. Terminó su especialidad hace apenas tres años y ahora acompaña a otros médicos en su paso por el
MIR. “El último año de residencia es un momento muy especial. Pasan de ser
residentes inseguros a auténticos profesionales, capaces de ver pacientes y tomar decisiones por sí solos”.
En su experiencia, la formación es sólida, pero el vértigo del cambio sigue presente. “Tienen que tomar decisiones importantes: qué contrato aceptan, si cambian de hospital, si se presentan a una oposición.
Esa incertidumbre es normal. Yo la viví igual hace pocos años”.
Muchos residentes acuden a ella en busca de orientación, aunque no tenga responsabilidad directa sobre contrataciones. “Te piden opinión: qué opción crees que es mejor para ellos, dónde pueden crecer más. En
Oncología ahora
hay mucha oferta, al menos en Castilla y León”.
Desde el punto de vista asistencial, la salida de los R5 se compensa, pero deja huella.
“Es un momento agridulce. Se van personas con las que has compartido años de trabajo. A nivel emocional se nota, y a nivel laboral también: entra un R1 sin experiencia y hay que volver a empezar. Pero el hueco lo cubre el siguiente residente”.
Su consejo para quienes terminan es claro: “Que no se pierdan de vista nunca a ellos mismos ni al paciente. La vida profesional está llena de decisiones, cambios, frustraciones y alegrías. Pero que
recuerden siempre de dónde vienen y lo que les ha costado llegar”.
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