Otros artículos de Javier Barbado

19 jun. 2015 11:49H
SE LEE EN 4 minutos
A finales del siglo XIX una serie de investigadores sacrificó a miles de conejillos de Indias para dar con el suero antidiftérico, el remedio para esta enfermedad infecciosa que ha irrumpido en la información periodística española (y de parte del mundo) a cuenta de un solo caso –el primero en 28 años en España– en un niño de seis años de Olot (Gerona), que permanece ingresado en el Hospital Vall d’Hebron de Barcelona en estado grave, lo cual no ha bastado para que algunos colectivos dejen de advertir de los riesgos de las vacunas como recurso preventivo de salud pública.

Pero lo sucedido dista de tratarse de un fenómeno novedoso, aislado e incluso imprevisto. Varios especialistas, entre ellos la catedrática de Medicina Olga Ilínskaya, del Instituto de Medicina General y Biología de Rusia, han traído a colación el recuerdo de que, tras la desintegración de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), se detectaron brotes de difteria en aquellas naciones disgregadas (más de 150.000 casos registrados desde 1990). Y el médico Carles Pigrau Serrallach dejó escrito en la edición de 2012 de la biblia española de la Medicina Interna, el Farreras-Rozman, la siguiente aseveración profética en relación con la enfermedad: “Preocupa su reaparición en España, como ha sucedido en otros países europeos”. 

Conocemos, también, que la bacteria y el veneno que segrega han sido causas de epidemias históricas, y que, observada a lo largo del tiempo, se han documentado picos de virulencia en su capacidad mortífera, pero también considerables caídas (no solo tras descubrirse la vacuna sino incluso antes por razones desconocidas).

Hace, pues, más de cien años y tras la estela de Federico Loeffler, otros dos científicos de nombre Emilio (Behring y Roux) descubrieron la solución parcial del acuciante problema de salud pública que por entonces asolaba a los países occidentales. Sin su hallazgo, la delegación rusa que colaboró de inmediato con las autoridades españolas a principios de este mes no habría dispuesto del suero que, en combinación con antibióticos, esperemos salve la vida del niño de Olot.

¿Cómo averiguaron estos investigadores la cura de la enfermedad? En efecto, fue Loeffler quien aisló el bacilo asociado a ella y quien formuló la hipótesis de que tal vez fuera una sustancia tóxica producida por la bacteria la que matara al huésped en tan poco tiempo. Después, la pareja antes nombrada probó, por separado, con diferentes sustancias químicas en busca de una que neutralizara ese veneno.

Una vez halladas (en el caso de Behring fue el tricloruro de yodo el que obró el milagro) extrajeron sangre de los conejillos de Indias que habían curado; separaron el fibrinógeno del plasma y almacenaron el suero resultante. Más tarde, el que se reveló más efectivo contra la toxina de la difteria fue el procedente de sangre de caballo obtenido por Roux, ya que logró reducir la mortalidad infantil por la infección del 50 al 26 por ciento, según precisa Paul de Kruif en Los cazadores de microbios, una curiosa crónica editada en 1938 por la editorial Claridad en Buenos Aires.

La vacuna y el suero de la difteria constituyen, por lo tanto, un excelente ejemplo de cómo la Medicina moderna da sus primeros (y decisivos) pasos rondando el comienzo del siglo XX, y traza su espectacular desarrollo en esa centuria y aun en los quince años de la actual.

Con todas sus imprecisiones, titubeos y aun errores abultados, la ciencia médica occidental acumula suficiente número de pruebas como para despreciar cualquier duda sobre su principal avance: la contención de las enfermedades infecciosas.

En este sentido, los llamados grupos antivacuna  no solo ignoran la evidencia científica, sino que atentan contra la inteligencia profunda del ser humano, es decir, su dimensión más sagrada, tal como la interpretan no pocos maestros de tradiciones espirituales milenarias (la cristiana entre ellas). Es decir, no se trata aquí de rebatir el adelanto científico con argumentos que apelan a la naturaleza –tal es el disfraz con que se visten esos radicales–; por el contrario, las vacunas muestran la faceta más elevada del hombre capaz de nadar contracorriente de las leyes de la materia en su beneficio y el de sus semejantes.

Hoy la difteria perdura en países en vías de desarrollo, donde se la considera endémica, por lo que, si se abandona la vacunación sistemática, se abre la puerta a los brotes epidémicos, tal como sucedió en los países exsoviéticos.

  • TAGS