Existen pocas verdades tan absolutas en lo cotidiano como que toda realidad tiene siempre dos caras. Los médicos, como el resto de los mortales que trabajamos “de cara al público”, dedicamos gran parte de nuestro tiempo y esfuerzo diario al trato humano, con sus consiguientes recompensas, pero también sus consecuentes sinsabores.

En cualquier razonamiento cabe la enorme satisfacción que sentimos tras un día de trabajo, que por arduo que resulte, se haya topado tan solo con una sonrisa amable, agradecida. Y esta actitud, a pesar de que podría resultarles dentro de lo común, no lo es tanto cuando vistes una bata blanca y te encuentras dentro de tu box de Urgencias. En esta línea quiero referirme a una situación vivida en primera persona durante una guardia hace no mucho tiempo, cuando todo transcurría con la paz a la que se puede aspirar un sábado por la tarde en las Urgencias de un gran hospital de la capital. Ese preciso momento en que, con la mejor de mis intenciones, traté de ayudar a una paciente que al parecer no lo comprendió de la misma manera que yo, encontrándome de repente sola e indefensa,  cara a cara con algo que distaba de lo que se supone que es un paciente.

En un primer momento, sentada tras el escritorio, afloró mi instinto más primitivo: huir. Una vez desechados mis planes de escape, opté por hacerle comprender que yo estaba para ayudar. Sin embargo, haciendo alegoría a que no hay más ciego que el que no quiere ver, mis intentos resultaron nuevamente frustrados. Tras cinco minutos que en mi reloj parecieron una eternidad, la paciente abandonó por propia iniciativa mi consulta tras reiteradas amenazas hacia mi persona y el personal del hospital en general, dejando en mí el sentimiento agridulce de que el peligro había pasado.

Llegados a este punto, solo me quedaba intentar tranquilizarme, respirar hondo y pasar página lo antes posible para atender a mi próximo paciente. Sobra decir que sin perder demasiado tiempo porque los pacientes se acumulan y cada minuto en Urgencias cuenta. Y ahí quedas, con tu bata blanca, taquicárdico e indefenso, como un niño pequeño al que se le escapa el porqué de muchas cosas, pero tampoco buscas demasiadas explicaciones para lo sucedido.  En el fondo comprendes que el “juego” es así y que de vez en cuando pasa. Y eso es lo más triste del asunto. Pero egoístamente sabes que tu conciencia está tranquila, porque como afirmaba un gran dramaturgo español: el único egoísmo aceptable es el de procurar que los demás estén bien para estar uno mejor.

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