Addah Monoceros es Médico Interna Residente de Familia y resistente.
Confesiones de una médica especialista y resistente
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12 mar. 2018 10:50H
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¿Podría robar unos minutos de vuestro tiempo para hablar de Enfermería? En serio, ¿podría? No por nada en especial. No sólo por cómo se los sigue asociando a los siervos de los médicos, como un grupo de autómatas que actúan mecánicamente, sin pensar, sin emplear media neurona para desempeñar su función. No sólo por cómo los hombres pertenecientes a este sector continúan siendo confundidos con el doctor (“porque, claro, Enfermería es cosa de chicas, y un hombre tiene que ser médico o ingeniero”). No sólo por cómo continuamos dando por hecho que un enfermero estudió su carrera porque no valía lo suficiente para estudiar Medicina. Es como esa manida y horrible expresión: “quien vale vale, y quien no a ADE”. ¡Cómo la aborrezco! Qué manía de ridiculizar y desprestigiar profesiones que juegan un papel fundamental en el mundo, como lo es la administración de empresas, la sanidad o la enseñanza. Qué ganas de enemistarnos unos con otros por algo que debería unirnos, más que crear brechas.

Hace cosa de un año, un amigo residente me comentó una pequeña rencilla sin importancia que había tenido con una enfermera de su hospital. El motivo es completamente irrelevante, pero me llamó la atención la culminación de su relato.

—Y es que a ver—Soltó el chico— ¿Quién se cree que es una enfermera para decirme a mí qué debo o no debo hacer?

“Quién se cree que es”. Así, tal cual. Y se quedó más ancho que largo. Lo llamativo de todo esto es que el chaval no era una mala persona. Se trataba de un profesional muy válido y de buen corazón. Lo digo completamente en serio. Sus palabras salieron de forma totalmente instintiva. No iba a mala fe. Y, sin embargo, había verbalizado un problema vigente que deberíamos finalizar ya. Para siempre. Y es la idea de que los enfermeros están ahí para obedecernos. Que no tienen voz y voto. Que su único propósito es el de poner inyecciones y algún que otro vendaje. Y que pobre del osado que nos contradiga a los médicos o cuestione nuestras decisiones. Pobre del enfermero que se atreva, porque, ¿quién es él para poner en duda nuestros conocimientos? ¿Quién es él para rebatir nuestras aseveraciones? ¿Quién es él para expresar su opinión?

Os digo quién es: una persona que carga sobre sus hombros el peso emocional del paciente. Una persona que ha estudiado una carrera ardua y dura, compaginando prácticas e interminables volúmenes de apuntes. Una persona que dedica un inmenso porcentaje de su vida a horas y horas de trabajo que invierte en los demás con una sonrisa, con una vitalidad y una frescura que rara vez he visto en otras profesiones. Una persona que, de tener alas, encarnaría la viva prueba de que los ángeles existen, y que han venido a la tierra en forma de unos trabajadores enamorados de su carrera y comprometidos con los demás.

Siempre he defendido que la valía de un empleado no lo dan sólo sus conocimientos (al fin y al cabo, éstos se adquieren con estudio y experiencia): lo da su corazón. Lo da su alma. La luz que transmiten al entrar en la habitación y hacer que el enfermo olvide momentáneamente su dolor, su temor, y una pequeña parte de sus preocupaciones, por ínfima que sea. ¡Qué falta hace asimilar esto! ¡Qué necesario comprender que en Sanidad somos un equipo, una red, un compendio de distintas partes de un todo! Personalmente, cada vez que realizo una orden médica, me aseguro de explicarle al enfermero el por qué la hago. No sólo como forma de respeto y gratitud hacia su trabajo, sino también porque cualquier réplica será bienvenida. Soy consciente de que un enfermero con treinta años de experiencia en mi hospital puede ilustrarme mejor que el más versado de los maestros. Y sé que, al menos en mi gremio, no sólo se aprende de los propios médicos, sino también de todo el personal que contribuye a la sanación, sea quien sea.

Así pues, ¿podría hablar de Enfermería? ¡Ay, qué leches! Puedo. Puedo y quiero. Quiero y debo. Porque ellos constituyen el vivo ejemplo de lo que es dar sin esperar nada a cambio. Ellos, los grandes infravalorados, esos ángeles invisibles, esos diligentes y bondadosos compañeros. Gracias, enfermeros. Gracias de veras. Desde mi anonimato, os doy mil y un millón de veces las gracias. Pues, sin vosotros, la Sanidad se desmoronaría. Sin vosotros, la Medicina quedaría coja. Sin vosotros, los hospitales y ambulatorios quedarían a oscuras. Y nuestro corazón también.