17 may. 2015 17:46H
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Ismael Sánchez. Madrid
En los festivales neoliberales que imagina Rubén Bejarano, tipos del PP parecidos a los fachas que dibuja Forges salen al escenario con la motosierra de Leatherface y se ponen a recortar derechos, salarios y prestaciones sin miramiento y con gozo. ¡Qué sencillo sería entonces hacerles frente con un discurso democrático, progresista y de izquierdas! La realidad, como de costumbre, es prosaica. El enemigo de todos los partidos resulta ser un senador bonachón, que ni recorta ni privatiza, y que es tan angelical como sus contrincantes: porque Jesús Aguirre puede parecer muchas cosas, menos una amenaza.

Muchos creen que el PP es el demonio de la sanidad, el causante de la privatización, del desempleo, de la pérdida de poder adquisitivo, de las listas de espera y de la inequidad y la insolidaridad. Esto es en parte así, aunque no exactamente. Desde luego, el autor de tanta hazaña no está precisamente orgulloso. Hubiera sido formidable escuchar a sus representantes defender el proceso de externalización de la gestión de los hospitales de la Comunidad de Madrid, o la bajada de sueldos, o la eliminación de tarjetas a sin papeles. Pero solo hemos encontrado al bueno de Jesús Aguirre, que no se le cae la sonrisa de la boca, no entra a ningún trapo y su propuesta sanitaria es tan correcta y tan angelical como la de los demás.

Así no hay manera de encontrar diferencias, parece pensar Pepe Olmos mientras escucha a Aguirre hablar de paciente pluripatológico o de nuevas tecnologías. Hay cierta resignación en el portavoz socialista cuando encuentra en la financiación un argumento que parece distinguirle de los demás, sólo que la idea es más propia de unas elecciones generales que de unas autonómicas. Y se sube por las paredes cuando escucha propuestas ilusorias o datos equivocados: es lo que tiene la democracia, que incluso a sus servidores más curtidos y experimentados, como bien puede ser Olmos, les obliga cada cuatro años a ganarse nuevamente la confianza de los votantes, aunque su capacidad esté ya fuera de toda duda.

Aguirre solo enseña el colmillo para subrayar que el PP no privatiza: “Nadie va con la visa en la boca cuando acude al hospital”. Pero Bejarano insiste: “Ha sido la privatización la que ha convertido el sistema en ineficiente e insostenible”. En esto de la gestión, IU habla bien claro, y es partidaria del modelo de toda la vida, nada de nuevas fórmulas ni ochocuartas. Y vuelve a ver al PP con tridente y cuernos cuando asegura que “ha pulverizado la universalidad, que era la seña de identidad del SNS”. Pero Aguirre sigue poniendo cara de bueno: “Sanidad pública, universal y gratuita…”

Los demás partidos buscan encontrar un hueco en el escenario, aunque sea de figurante, pero no lo tienen fácil. Ni siquiera Enrique Normand, de UPyD, didáctico y resuelto, pero que al final aboga por un cambio en el Sistema Nacional de Salud, algo que le suena bien a casi todo el mundo y que no parece que le haga conseguir a su partido los muchos votos que le hacen falta para evitar el desastre que anticipan las encuestas. En Podemos se saben novatos, aunque no quieren ser unos ilusos. Y Ciudadanos tienen todavía un acento tan catalán que, en sanidad, con un modelo tan peculiar y seguramente complicado de exportar, les aleja un poco de todos los demás.

Nunca la sanidad había tenido tanto alcance político como en esta legislatura. El PP intentó sin éxito explorar nuevas fórmulas de gestión, de las que ahora reniega sin pudor alguno. Los partidos de la izquierda han triunfado al mantener al sistema lejos de cambios y reformas profundas, que es lo que necesita, no ya la sanidad, sino cualquier estructura organizativa humana que lleve en pie unos cuantos años. Curiosamente, la gestión de toda la vida, la de los viejos hospitales de la Seguridad Social, sigue siendo hoy la única opción para esos convencidos portavoces de lo público que así entienden el progreso. A la expectativa y sin aclararse del todo están los socialistas. Quizá les convenga no dar ni un solo paso en falso más.

La gestión es la prueba de que la sanidad no sirve para hacer política. Porque no hay diferencias, y todos tienen cara de ángel.
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